S. F.

Los bares de las calles de la Ferrería, del Sol y de la Fruta son como la materia: ni se crean ni se destruyen, se transforman. Esto es lo que cree Carlos García, que está detrás de la barra de El Cafetón desde hace casi diez años y es también lo que sostiene José Miguel Díaz, el fundador de «Los Linces», cliente que celebra su ocio desde hace casi cinco décadas bajo la sombra del Ayuntamiento, a sus espaldas, en el cogollo que dio carta de naturaleza a la ciudad de Avilés que, como París, ahora es una fiesta.

En la Edad Media una muralla abrazaba la ciudad marinera. La cerca pasaba por debajo del Ayuntamiento, se iba por la Ferrería, se asomaba al mar -que por entonces llegaba hasta el mismo parque del Muelle- y seguía por la calle de San Bernardo para llegar, al final, y de nuevo, al inicio de la Fruta. Lo que había dentro era intramuros, casi la misma ciudad. La iglesia de San Nicolás, por ejemplo, estaba a las afueras. Desde hace décadas esa «hache» de calles es la zona de celebración que abotona la marcha más nocturna de Sabugo, Rivero y Carbayedo. El lujo del centro, en palabras de Carlos García, es la permanencia. «Muchos locales se mantienen; muchos, incluso, con los mismos nombres... la suerte es la adaptación», confirma.

Ahora las noches en el centro son muy cortas, y eso es así, en palabras de Pablo Vega Moreno -diecisiete años en la hostelería, desde hace cinco al frente de la Llosa-, porque «ahora los clientes tienen más edad que en los noventa, cuando esto era un bar de copas... hemos optado por las tardes, el tapeo y unas copas de vino...». La Llosa está en la plaza de Carlos Lobo, el corazón en el que palpitaron noches de música serena en los ochenta, noches tempestuosas en los noventa y sosiego amoldado en la actualidad. Nacho Pla, cliente de Vega Moreno, recuerda, por ejemplo, «cuando por la calle de la Ferrería no se podía ni caminar», en la segunda mitad de los noventa.

Las cosas han cambiado desde entonces. La noche ya no es capital ineludible para los bares de esta «hache» histórica. «Los bares abren con el desayuno, siguen con los vermús y terminan con las copas», diagnóstica Carlos García. Pero esto no obsta para que quien quiera bailar lo pueda hacer en locales como el Boss, el Pasarela o, incluso, el Trasgu, que revive bajo los soportales de la Ferrería los años que fueron gloria bajo otros soportales, los de la calle de Galiana, cuando los descensos internacionales, su momento más señero.

La historia forma parte de las tres calles más históricas de la villa, eso es una obviedad. José Miguel Díaz se pone a recordar los primeros años de «Los Linces», que ya van a por las cinco décadas. «Ensayábamos en la Casa del Pueblo, entonces alojaba los locales de la OJE (Organización Juvenil Española). Debajo, donde ahora está La Alfarería, si no me acuerdo mal, estaba el Bar-Club, que era el local que lo recogía todo: a nosotros, cuando parábamos de ensayar, y a todo el mundo que se quería divertir... Era uno de los locales más clásicos. Lo llevaban tres hermanos y lo más divertido era que todos hacíamos de disc-jockeys». La historia, sigue recordando Díaz, era que se amontonaban singles junto a la máquina de discos y que cada uno de los clientes entraba y ponía el que prefería: una «juke-box» de andar por casa. «El problema surgía cuando el que llegaba quitaba el disco anterior con la canción sin terminar: "Eh, tío, déjalo seguir"», se ríe ahora uno de los músicos más clásicos y en activo de cuantos ha dado la escena avilesina.

El Bar-Club era cosa de los sesenta. Del siglo XXI son, de nuevo, el Quico, el Theo, Las Cubas... y, transformados, el Manhattan, que fue el Gorfolí y, mucho antes, el Estado Ruidos. Un poco más allá, haciendo esquina, el Haciendo Esquina, que en los noventa fue bautizado como La Llosa y que, ahí sigue, ahora como vinoteca. La plaza de Carlos Lobo, en los ochenta, recogió el talento desperdigado de los avilesinos y lo juntó en la legendaria Dulcinea. Eran los tiempos en que sonaba la música en directo bajo el amparo de la iglesia de los Padres.

El tiempo pasó y la zona se mantiene. José Antonio Rodríguez, camarero del Maruxa, entiende que esto se debe, principalmente, a la cercanía con el Ayuntamiento. «Pero esto no es cosa sólo de Avilés, se da en todas las ciudades: el casco histórico es un tesoro», apunta.

El Maruxa, en sus años, era un bar de arranque. Las cosas ya no son así: «Hay un teorema universal en el mundo del ocio: los padres no pueden salir por donde salen los hijos y, en consecuencia, unos u otros tienen que desaparecer», señala. Tal cual están montadas las cosas en la «hache» histórica de Avilés, ahora el poder lo ostentan los mayores, «que quieren tranquilidad, ver el fútbol...», añade Rodríguez.

La historia pesa intramuros y eso lo saben los hosteleros. Todos los viernes Ester Martínez, Romina González, Mercedes González y Juana Villar paran el Maruxa: ocio al por mayor, energía pura.