-¡Hay que meterles a los de Sabugo Tente Firme un gol por toda la escuadra!

Ese fue el comienzo de otra genial ocurrencia de Agustín Santarúa al saber que la legendaria sociedad avilesina había concedido la Sardina de Oro a la reina Sofía.

-¡Tenemos que ganarles por altura!, insistió Agustín, dejando en vilo al grupo de amigos, sus incondicionales, todos ellos intentando imaginar qué querría decir el candasu con «ganar por altura» y lo que les iba a costar, si no en dinero, en vueltas.

El astuto zorro de Candás siempre tenía maniobras en fase de desarrollo; y si no las tenía, improvisaba, algo que se le daba como a nadie. Los de la pandilla, que lo querían y lo aguantaban, se volvían locos, pues cuando llegaban donde él estaba, Agustín ya había remontado el vuelo y andaba con otras guerras

-Para empezar, vamos a llamar a Moncho.

-¿Qué Moncho?

-El del pescao, el de los frigoríficos, quién va a ser, si no. ¿Conocéis algún otro Moncho que tenga que ver con las sardinas y que sea amigo nuestro?

-A ver, Agustín, de qué va esto, que no tenemos ni idea de a dónde quieres llegar, porque tú inventas y planeas, pero los demás no nos enteramos hasta que hay que empezar a menear el mandil.

-No tenéis imaginación ninguna, la cosa es bien fácil: como estos de Sabugo Tente Firme le otorgan la Sardina de Oro a la Reina, nosotros vamos a mandarle una caja de sardinas al Rey. ¿Cómo lo veis?

El primer pensamiento del grupo de amigos fue para acordarse de los antepasados de Agustín ante la nueva liada, pero se pusieron inmediatamente en marcha para aquella jugada y acabaron consiguiendo que Moncho les reservara una caja de sardinas escogidas, material de primer nivel, de esa marca denominada normalmente «se lo juro por mi madre». La segunda parte de la maniobra consistió en llamar a La Zarzuela, algo así como quien llama al del butano, pero jugaban con ventaja, allí tenían un contacto infalible para asuntos nacionales, internacionales y hasta para mandar una caja de sardinas de primera: Sabino Fernández Campo.

-Sabino, soy Agustín Santarúa. ¿Cómo te trata la vida; bien? Me alegro. Mira, por una vez llamo para dar, no para pedir. El asunto es el siguiente: queremos enviarle una caja de sardinas al Rey. ¿Qué te parece?

Segunda puntada conseguida, ya tenían el plácet de La Zarzuela. Ahora faltaba la tercera, la de la logística para llevar las sardinas en las mejores condiciones a Madrid. Apenas empezaban las compañías privadas de transporte urgente a las que todo el mundo llamaba SEUR; allá localizaron una por la zona de Las Meanas, a la que encargaron el envío, después de aconsejar, rogar y exigir el máximo cuidado en el transporte de aquella caja de plata pura. Toda la pandilla asistió a la migración de las sardinas hacia la capital del reino y, al ver marchar el furgón, uno de los presentes se limpió el imaginario polvo de las manos como cuando se remata una faena con la famosa frase de «ya tenemos el pescao vendido».

Esa noche, Agustín Santarúa y amigos fueron a ver a Falo el del Sagari, porque era amigo y sobre todo porque tenía un bar de lo mejor y muy tranquilo donde se encontraban la mar de bien. Tomaron algo, charlaron, se rieron del mundo y, de paso, hilvanaron otros planes posibles y no posibles con el exponente mayor para hacer de Salinas el centro del universo.

Se les fue un poco la hora y a eso de la una de la mañana, entró en el Sagari la mujer de Agustín:

-¡Agustín, llevo buscándote no se cuánto tiempo! ¡Te llamaron de la Zarzuela varias veces; que vengas para casa, que van a volver a llamar!

-Coño, estos reyes no dejan a uno en paz, qué querrán a estas horas. ¿No saben que hay gente que trabaja?

Posdata: Gracias por todo, Zamora.