Carmen Sotillo se aburre. Vela a Mario, su marido muerto, y se aburre. Está sola. No se sabe por qué, pero está sola (un velatorio en casa, en los años sesenta, era una reunión de familiares desperdigados). Carmen -cuando ya no sirve de nada- empieza a hablar. Y habla de un amor extraño por un hombre extraño: un catedrático de instituto, novelista sin éxito, rojillo en tiempos difíciles. Carmen, de luto, se lamenta ante Mario, que no tiene derecho de réplica. Le dice todo cuanto ha callado en los largos años de matrimonio. Invoca los principios. Aquellos principios. Groucho Marx era más cínico: «Si no le gustan estos principios, tengo otros». La falta de recambio moral hundió a Carmen en el agujero de la tristeza y de la sinrazón. Desnuda, confiesa su pecado a un vivo que acaba de morir y que, por eso, no habla. Carmen Sotillo es una ficción, pero muchas cármenes como ella contribuyeron a detener el tiempo en un país que necesitaba coger el tren del tiempo perdido. Esta Carmen es la que protagoniza el montaje remozado (el original es un clásico: con Lola Herrera, desde 1979) de «Cinco horas con Mario», el sábado pasado, en el auditorio del Niemeyer. A rebosar.

El novelista Miguel Delibes dio vida a Carmen Sotillo y, por omisión, a Mario, muerto fulminado por un ataque al corazón. Delibes publicó su monólogo en 1966 y conmocionó en una España envuelta en mantos de luto y en recuerdos de la guerra. Aquella novela -«Cinco horas con Mario»- modernizó el realismo social, una tendencia literaria que heredaba las tesis neorrealistas del guionista Cesare Zavattini y del director de cine Vittorio De Sica. Hasta entonces el verdadero realismo era aquel que encontraba la pureza de la vida en los márgenes de la sociedad: los pobres, los labriegos? Delibes era un Delibes mejor cuando se ponía a diseccionar las vidas cotidianas de los pobres burgueses clase media. «El príncipe destronado», por un poner. O «Cinco horas con Mario», lo mejor de lo mejor.

Miguel Delibes, hasta hace no mucho, formaba parte de una Santísima Trinidad literaria junto a Camilo José Cela y Gonzalo Torrente Ballester. Los tres eran los tres más grandes. Los tres eran de obligada lectura en los institutos. Ya muertos, se evaporaron en el maremagnum editorial. Como Antonio Buero Vallejo, como José María Gironella? Como tantos otros. Los lectores criados entre las páginas de «Las ratas», de «El camino» o de «La colmena» nunca vuelven a autores perdidos en el tiempo y en el espacio. Pero ellos se lo pierden. Si lo hicieran descubrirían que «Cinco horas con Mario» es una tragedia de incomunicación, una historia de amor escondido, el retrato de una mujer detenida en el tiempo.

De acuerdo, «Cinco horas con Mario» está muy apegada a la actualidad de su tiempo (mediados de los años 60): Carmen comenta las revoluciones del Concilio Vaticano II, las bondades de los 600? Y eso, claro, desprende lectores (espectadores) presentes y, a la vez, descubre las raíces de los lectores pasados. A un tipo del siglo XXI las «modernidades» de Juan XXXIII se le pueden antojar superadas. Los 600 son coches de coleccionista? Y las colecciones se guardan en los museos. Pero «Cinco horas con Mario» no es una reconstrucción arqueológica del pasado (o, por lo menos, no debería serlo). La novela de Delibes -y su versión teatral- son algo más: una historia triste que hubiera sido feliz con una noche de diálogo. Carmen arrastra todavía los sucesos de una noche de bodas demasiado alejada de las noches de bodas al uso.

¿Cómo es posible que aquella triste historia de Carmen mantenga todavía la vigencia que posee? Lo primero: por Natalia Millán, una actriz enorme que encarna la tristeza de los sueños nunca confesados. «Cinco horas con Mario» es un soliloquio de 90 minutos que condena los silencios y que abre las puertas a la esperanza. Los principios invocados por Carmen Sotillo al final se pueden cambiar. Y en la posibilidad del cambio está el perdón de todos los pecados. Para Carmen, Mario es un pecador, pero es su pecador. Para los espectadores, Carmen es la pecadora, pero cuenta con la posibilidad de la redención, del cielo que la espera. Por eso «Cinco horas con Mario» conmociona; por eso, cuando se hace el oscuro, en el final de la función, los espectadores aplauden como aplauden; por eso Natalia Millán, la actriz que es Carmen Sotillo, que nació para ser Carmen Sotillo, se emociona cuando recibe las palmas de un auditorio completo entregado a esa hora suya de lamentos, de chistes racistas, de celos (¿fundados?) de su cuñada? Carmen está sola en el escenario, llora y ríe delante de Mario. El muerto se ha ido y Carmen tiene la posibilidad de empezar a vivir.