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Concejo De Bildeo | Crónicas Del Municipio Imposible

La Comuna

La primera cooperativa de curas de la que se tuvo noticia y los "vivas" a Rusia hace más de ochenta años

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De nuestro corresponsal, Falcatrúas.

Hace ochenta y tantos años se fundó en Bildeo la primera cooperativa de curas de la que se tenga noticia, aunque no se trataba de un convento al uso, formado por frailes de una misma orden religiosa, todavía hay gente que puede dar fe de este asunto. En una antigua casa rectoral, vivían unos cuantos curas que atendían a más de veinte pueblos desparramados por tres valles contiguos. La Iglesia, sin pretenderlo, estaba llevando a cabo con esta comunidad pastoril una colectivización de la cosa religiosa muy parecida a la que las fuerzas de la izquierda se empeñaban en implantar en España para las cuestiones económicas, con éxito relativo. Los habitantes de la zona llamaban a esta concentración de curas La Comuna.

El sentido de la propiedad que tienen los campesinos en nuestro país, y en la inmensa mayoría de los que componen este planeta, resiste toda la racionalización teórica que comunistas, anarquistas y mezclas de ambos quisieron imponer, con el argumento de que lo más justo para todos era que las tierras pertenecieran al Estado y que era misión del Estado su distribución para que los campesinos las explotasen, evitando la concentración de grandes extensiones en manos de terratenientes.

En Andalucía y Extremadura alcanzaron cierto éxito, porque allí los campesinos no eran propietarios, de modo que, de no tener nada, pasaron a trabajar en la tierra de propiedad virtual que los políticos les vendieron. En Bildeo, cada familia tenía su casería, sus fincas, su ganado y los que vinieron a colectivizarlo todo pincharon en hueso. Hubo muchos casos en que pudieron, a la fuerza ahorcan, pero no convencieron.

Los políticos y burócratas de la extinta Unión Soviética, que allá nos espere muchos años, fracasaron igual que los bancos norteamericanos cuando ejecutaron las hipotecas de los campesinos y pretendieron explotar la tierra ellos mismos, estimando que la mano de obra de los granjeros era excesiva, poco eficiente y completamente prescindible. Los bancos contrataron conductores para los tractores y las cosechadoras, y unos pocos peones para aquellas tareas donde las máquinas no llegaban, pretendían cultivar a distancia, sin darse cuenta de que para coger peces hay que mojarse el culo. Fracasaron estrepitosamente.

El sentido de la propiedad es el que dificulta todavía hoy la implantación de otra idea mucho mejor que la colectivización: la de que los granjeros se organicen en cooperativas, en las que mantienen la propiedad de las tierras y del ganado, pero aumentando extraordinariamente el rendimiento y distribuyendo mejor el trabajo en común.

En aquellos tiempos de La Comuna, el futuro de España parecía estar más cerca de Moscú que de Madrid y los movimientos revolucionarios gritaban enardecidos "¡viva Rusia!" con el mismo entusiasmo con el que se clamaba "¡abajo el clero!". Los vivas a Rusia eran a la ilusión; el clamor contra la Iglesia era decepción, rabia, era echarle en cara que siempre había estado de parte de los poderosos mientras el pueblo lo pasaba mal.

Doña Amalia era el alma máter de La Comuna; medio monja, tres cuartos de beata, atendía al grupo de curas ocupándose de asuntos tan terrenales como cocinar, lavar, fregar, planchar, etc., administrando lo poco que había para que sus pupilos tuviesen todo el tiempo del mundo para la mística y la ascética; sin embargo, los mayores problemas dentro del grupo de religiosos surgían a la hora de comer, porque el espíritu es fuerte, pero la carne es flaca y aquellos curas, a fuer de escuálidos, eran compases y espátulas.

"¡No hay huevos!". Era la expresión más frecuente en doña Amalia, pronunciada con gran decepción, pero no aludía a falta de hombría del grupo, sino al pesar por no poder cocinar tortilla de patatas, que le salía riquísima. La escasez de todo, cuando no el hambre, alcanzaba a los habitantes de todos aquellos pueblos y también a la pequeña comunidad religiosa, siempre bajo mínimos, aunque fuese bajo las alas protectoras de Doña Amalia.

La mujer estaba tan en su papel, que la gente le preguntaba por cortesía, cuando se cruzaban con ella:

-¿Cómo andamos, doña Amalia?

-¡Mal, queridinos! ¡Nun mueire casi naide!

Y al no morir casi nadie, ni se ofrecían misas, ni había oportunidad de pasar la cesta para poder echar algo sustancioso en la olla de los curas.

Allá por los días de San Martín, doña Amalia, guiada por los chillidos estridentes de los cerdos cuando eran arrastrados hasta el banco de corar, se dejaba caer por la casa donde tenía lugar la matanza, echaba una mano y conseguía algo de adobo, un hígado, cualquier cosa le venía bien y siempre marchaba agradeciendo el regalo y prometiendo misas por los habitantes de aquella casa tan generosa y hasta por sus difuntos, por si necesitaban algo en el otro lado.

Seguiremos informando.

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