Chica, pero qué te pasa. No es normal transitar por la vida dándose tantos aires. Ni que descendieras de la pata del Rey Pelayo. Vale, tus papás hicieron dinerillo, pero tú no has hecho más que mirarte al espejo y presumir. No se sabe de qué, pero presumes. Y a los demás nos consideras populacho, seres insignificantes y despreciables que no merecen compartir espacios contigo. Pero no será para tanto, mujer. Tú papá no era Einstein precisamente. Y tú, desde luego, tampoco. Eso sí, tus padres trabajaron como condenados y se ganaron a pulso cada peseta. No se pueden pretender altas cotas de reconocimiento social por el simple hecho ser heredera de unas cuantas perrucas. Siendo así, al Pocero habría que concederle el Nobel. Y a todos los agraciados con un premio importante de la lotería. Porque, además de esos aires principescos, ¿qué aportas? ¿Cuál será tu legado cuando desaparezcas? Nada. Cero. Ni siquiera, y eso que tuviste oportunidades para ello, te preocupaste por formarte un poco, por cultivarte, por adquirir un cierto fondo intelectual. Al contrario, te has labrado a conciencia una inmensa oquedad cognitiva que no hay manera de encubrir con modelitos y peluquería. Es más, empecinada como estás en no mantener un discreto silencio, ese erial cultural queda a la vista de todos. Y es una pena. Porque, en el fondo, no eres una mala persona. Pero te equivocas a la hora de aferrarte a la supuesta existencia de castas dentro de una sociedad minúscula como la nuestra. Y te equivocas aún más al considerarte miembro de la pseudo aristocracia de este lugar venido a menos por el simple hecho de tener un capitalillo. Cierto que aquí fueron variadas las excusas para considerarse superior: llevar determinados apellidos, como si del linaje de la nobleza se tratara, regentar un negocio, ser titulado universitario -¿recuerdan los tiempos de los intocables ingenieros de Hunosa?- y, por ende, ser consortes de los anteriores. Un clasismo absurdo, estéril y banal, carente de cimentación. El tiempo, afortunadamente, fue derribando estos castillos en el aire, poniendo a cada uno en su lugar, en un deseable plano de igualdad, algo a lo que los nostálgicos se resisten. Atrevida ignorancia.