Cuando un tío está al borde de la muerte sirve de bien poco que el médico le diga con voz tierna: «Venga, porfa, ponte bien». Tendrá que tirar de desfibrilador o de lo que haga falta. Con las lenguas ocurre lo mismo. Las campañas de promoción del asturiano se me antojan como el susurro del médico.

Por eso es lógico que los defensores del asturiano pidan la oficialidad. Por mucho que digan que defienden el derecho a utilizar el idioma, el fondo del asunto es que la gente tendrá que aprenderlo por narices y ésta es, admitámoslo, la única forma de que sobreviva.

Otra cosa es qué asturiano va a sobrevivir. No hace mucho compré «El Principín», la traducción al asturiano de la obra de Saint Exupéry. Cuando me puse a leerla, tuve una sensación muy extraña: había giros en los que estaban mi padre y mi madre y algo profundamente familiar; otros (tristemente, más numerosos) provocaban todo lo contrario, me hacían sentirme ante una lengua próxima y al mismo tiempo extraña, como el italiano o el latín.

Ése es el problema. Como en el habla se ha perdido muchísimo de lo que nos encontramos en los textos, hay algo que chirría. Por eso es tan importante imponer (sí, imponer, nada de sugerir, que no funciona) la lectura desde la infancia. Si no, será siempre una minoría la que se acerque al asturiano. Sólo hay que ver los centenares de libros, siempre subvencionados, que acumulan polvo en las bibliotecas públicas.

Hace años vi en Oviedo la reposición de la trilogía de «La guerra de las galaxias». En una escena, Yoda le preguntaba a Luck Skywalker «¿Díjotelo él?», y todo el cine se partió. Porque, para nuestra desgracia, el asturiano todavía nos suena un poco a cachondeo.

Por suerte, gracias a sus defensores, cada vez hay menos gente que considera que hablar asturiano es de paletos (aunque quedan restos todavía). Ya no se da esa profunda ignorancia disfrazada de altivez que demostraron dos niñas pijas cuando le dijeron a un amigo mío que venían a la Pola «a1 la fiesta de Las Comadras».