Villaviciosa,

Mariola MENÉNDEZ

A las seis y media de la mañana, cuando sor Fátima toca la campana del monasterio de las Clarisas de Villaviciosa para avisar de que es hora de levantarse, comienza el día para estas ocho monjas de clausura, que de vida aburrida -como alguien pueda creer- tienen poco y este año celebran el octavo centenario de la fundación de la orden. En Villaviciosa llevan establecidas más de trescientos años. Su jornada está muy organizada y, pese a la creencia generalizada, la oración ocupa sólo una parte de su jornada, conversan y debaten sobre muchos asuntos (no sólo de religión) y están al tanto de la actualidad.

Tras levantarse, tienen media hora para ducharse, asearse y estar listas para empezar con los laudes en la iglesia. Es una hora de rezo cantado con el acompañamiento de un órgano -que también toca sor Fátima-, mientras que la abadesa dirige el coro. A las ocho, las hermanas dedican una hora a su oración personal y, una vez que «tienen el espíritu en paz» y han cumplido con sus obligaciones cristianas del rezo, toca alimentar el estómago con un desayuno similar al de cualquier familia, a base de café, leche con cacao, galletas María y pan. Sólo el día de fiesta se permiten queso, dulce o mermelada. Emplean alrededor de un cuarto de hora y hasta las nueve y media tienen tiempo para arreglar su dormitorio.

Como mujeres trabajadoras que son, realizan su jornada hasta la una de la tarde, cotizan en el régimen general de autónomos y se jubilan. La hermana María Nieves, de Covadonga, es la encargada de coordinar el taller de costura, pues estudió corte y confección. Comparte tareas con la zamorana sor Pilar, que, además de sus dotes para el canto y estudios de música, también se encarga de que la lavandería. Las clarisas son conocidas en la región por la calidad de sus trabajos. Realizan ropajes para sacerdotes, santos y vírgenes, confeccionan túnicas de Semana Santa, bordan y hasta restauran.

La otra fuente de ingresos es el taller de encuadernación, campo en el que igualmente han demostrado ser unas artistas. La mexicana sor Susana, una de las más jóvenes, es la responsable. A su cargo está la hermana Esther, cronista de la casa y con conocimientos musicales, de canto e idiomas. La también mexicana sor Silvia, la menor de la comunidad a sus 35 años, destaca por su destreza con los grabados, tarea que compagina con sus responsabilidades sobre la economía de la casa. Sor María es la más veterana del cenobio. Tiene 85 años, edad que no le ha hecho perder el humor. Estudió Comercio y Música y durante muchos años se encargó de las cuentas del monasterio y fue la organista.

La hermana María Fátima es quien atiende el teléfono y la portería, tareas que la tienen más que ocupada pues siempre hay un timbre sonando. Es la prueba de la buena relación que las monjas tienen con los vecinos y ellas se sienten unas maliayesas más. Unos llaman para realizar algún donativo que las ayude a financiar unas obras que tienen patas arriba el monasterio desde hace años y que las traen de cabeza trasladando muebles de un lado para otro. Otros les llevan pasteles, charlan con ellas y las ponen al día de la crónica social -como, por ejemplo, la próxima boda de la duquesa de Alba-, dejan o recogen encargos de costura o encuadernación y hasta les piden comida, porque las monjas no permiten que nadie que lo necesite se marche sin comer. A pesar de tanto ajetreo, inimaginable para el que desconoce a estas encantadoras y serviciales mujeres, la hermana Fátima, palentina de 75 años, no pierde la sonrisa.

Durante muchos años fue la cocinera, pero ahora asumen este cargo todas las hermanas rotando por turnos; excepto la abadesa, que sólo lo desempeña el fin de semana que le toca, ya que su cargo no le permite disponer de tiempo suficiente durante la semana. La madre María Luisa ha de responsabilizarse de supervisar a los obreros que trabajan en las obras del monasterio, así como buscar financiación, realizar la compra en el supermercado y otras muchas gestiones propias del cargo. Explica que únicamente pueden salir del monasterio cuando haya una «causa útil, razonable y digna de aprobación» por parte de la abadesa, como acudir al médico, realizar determinadas compras o ir al banco. No necesitan buscar la vida extramuros, porque ya la derrochan dentro y desprenden una alegría y serenidad envidiables. Quizá lo logran gracias a su gran sentido del humor, porque las bromas y los chistes abundan en esta comunidad de clausura.

Llega la una y media, la hora de la comida. El menú tampoco difiere del de cualquier familia: garbanzos, lentejas, patatas, macarrones, huevos, carne, pescado... Y pizza de vez en cuando. A las dos, recreo, un acto comunitario en el que las hermanas charlan, se cuentan las anécdotas del día, montan en bicicleta (aunque ahora las tienen pinchadas) o juegan al baloncesto, tenis o fútbol.

La hora libre para la lectura, la música o la siesta es a las tres; a las cuatro hay que ir de nuevo a trabajar hasta las siete. Sólo se libran las más jóvenes, que reciben clases de música. En el monasterio la formación en Teología, Sagrada Escritura, canto, espiritualidad o informática es constante. Una vez concluida la jornada laboral, las monjas apuran para llegar puntuales al canto de vísperas, al que sucede la oración individual y la misa. A las nueve cenan y a y media ensayan en el coro. Concluyen su día con el rezo de completas y descansan de tanto trajín.