Hace muchos años que San Antolín se cruzó en mi camino. Y lo hizo para quedarse.

La primera vez que lo vi, recuerdo que me impresionó. Me impresionó ese precioso templo Románico que nunca estudié en los libros de Historia del Arte, tal vez porque el olvido acompaña a San Antolín desde hace demasiado tiempo.

Me impresionó el entorno, en un verde prado entre el mar, el monte, el bosque y el río. Me impresionó su abandono, la humedad que se filtraba en sus paredes obstinadas en mantenerse en pie a la espera de que alguien lo rescatase.

Me impresionó su historia y su leyenda.

Pero lo que más me impresionó es que, salvo a un puñado de románticos, a nadie parecía importar su decadencia.

Con el tiempo, estudié su situación. San Antolín fue desamortizado en la famosa Desamortización de Mendizábal. Posteriormente se vendió toda la propiedad "a excepción de la iglesia", por lo que la iglesia permaneció en propiedad del Estado.

Pero ese Estado se niega a reconocer ser el titular de tan preciado bien. Y tampoco lo transfirió al Principado cuando pudo hacerlo. Sencillamente, lo olvidaron.

Ha habido varios intentos de particulares por inscribirlo como propio, adjudicándose una titularidad que no les corresponde. Pero los papeles son claros: La iglesia de San Antolín nunca se vendió, así que sigue siendo propiedad de ese Estado que se niega a asumir su titularidad como el padre biológico que, pese a todas las pruebas, se niega a reconocer a un hijo que todos saben suyo.

Es, pues, San Antolín un hijo bastardo. Y desde la concejalía que represento pido, exijo, que el Estado reconozca a ese hijo o que el Principado lo adopte.

Porque San Antolín es de todos y todos tenemos derecho a verlo atendido, a poder entrar sin que un particular nos lo niegue, a poder enseñarlo con orgullo y a no avergonzarnos cuando los peregrinos del Camino de Santiago nos preguntan cómo podemos tener esa joya abandonada.