En 1920 salió de la imprenta «El metal de los muertos», seguramente la mejor novela de Concha Espina; una obra de tema minero en la que narrando el desarrollo de un conflicto laboral se denuncian las penosas condiciones de trabajo y la miseria que rodeaba las explotaciones a finales del siglo XIX. El texto está considerado como uno de los pilares de lo que luego se llamaría literatura social y fue muy bien recibido por la crítica y el público en general y mereció la atención de Unamuno y de Maeztu.

Concha Espina es una escritora que hoy ha pasado a un segundo plano, a pesar de que su extensa obra -50 libros- fue premiada en la España de la posguerra y alcanzó el reconocimiento internacional hasta el punto de que estuvo a un solo voto de alcanzar el premio Nobel; lo que hoy casi no se recuerda es que antes de cruzar el Atlántico para buscar el éxito americano vivió los años centrales de su juventud en Ujo, donde su padre trabajó como contable para las minas del marqués de Comillas. Lógicamente, aquí pudo conocer el ambiente minero mejor que en ningún otro sitio, y, sin embargo, a la hora de elegir un escenario para su novela minera prefirió buscar el escenario de Riotinto, en Huelva, en vez de plasmar lo que había conocido de primera mano en la cuenca del Caudal, ¿por qué? Busquemos alguna clave en esta actitud.

Concha se llamaba en realidad María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina y había nacido en el barrio santanderino de Sotileza el 15 de abril de 1877, siendo la séptima entre los diez hijos que tenía el matrimonio formado por Víctor Rodríguez Espina y Olivares y Ascensión García Tagle y de la Vega. Una familia de posibles, ya que el padre fue armador de barcos e incluso por un tiempo cónsul de Argentina en la capital cántabra.

El hispanista Millard Rosenberg afirmaba en una conferencia publicada el 26 de febrero de 1927 en la Public Library de Los Ángeles que la escritora había pasado en Santander los primeros quince años de su vida disfrutando de sus padres y sus hermanas, y dadas las favorables circunstancias familiares pudo aprovecharse de todas las ventajas para obtener una educación superior, recibiendo principalmente el entendimiento de su madre, que se convirtió en su principal valedora.

Pero en 1891 pintaron bastos: doña Ascensión falleció y la mala suerte hizo que a esta pérdida se juntasen también unas inesperadas dificultades económicas, con lo que el padre no tuvo más remedio que recurrir a Claudio López Bru, el segundo marqués de Comillas, a quien conocía por los negocios marítimos, para que le proporcionase un trabajo. Precisamente en aquellos meses el marqués ultimaba en la cuenca central asturiana la creación de la Sociedad Hullera Española, que se acabaría constituyendo en 1892, con la finalidad de abastecer a los barcos de su propiedad en la Compañía Transatlántica, y estaba presidida por él mismo, teniendo como director gerente a su primo Santiago López, el marqués de Casa Quijano, también socio de la naviera y católico hasta el tuétano. Así, la petición de don Víctor, cántabro y de confianza, fue bien aceptada y se le contrató en las oficinas.

A pesar de su extrema juventud, cuando Concha Espina llegó a Ujo poseía una madurez admirable para las letras, ya escribía versos e incluso había publicado algunos en «El Atlántico» de Santander, firmándolos como Ana Coe Snichp. La familia estableció su residencia en el barrio El Lugarín y allí se vio inmersa de repente en el opresivo ambiente ultrarreligioso que el marqués de Comillas establecía entre sus empleados. En Ujo pudo asistir a la visita que don Claudio realizó a la cuenca del Caudal en octubre de 1892 y conoció de cerca las prácticas de su paternalismo empresarial; vio cómo ejercía su generosidad con los obreros ejemplares, a la vez que se mantenía inflexible con los revoltosos, que habían sido despedidos tras las huelgas convocadas en el coto de Aller en los primeros de mayo de 1890 y 1891.

A las primeras de cambio buscó la manera de escapar de aquel ambiente y lo hizo a las bravas: el 12 de enero de 1893 se tuvo que casar deprisa con otro joven cántabro, Ramón de la Serna, con el que marchó a vivir a Valparaíso, en Chile. Allí estuvieron hasta 1898 para retornar de nuevo a España, pero ya no volvieron a Ujo. Su nuevo destino fue la casona familiar del marido, en Mazcuerras, una pequeña localidad en la que Concha iba a escribir su primera novela: «La niña de Luzmela». En los años que siguieron, Concha Espina tuvo una vida intensa, no dejó de publicar, y en 1920, cuando llegó a la imprenta «El metal de los muertos» había visto nacer a cinco hijos y morir a uno, su relación matrimonial hacía aguas y la salida de la novela estuvo marcada por el fallecimiento de su padre. Para documentar esta narración minera la escritora apenas aprovechó su experiencia asturiana, prefirió viajar hasta Riotinto e inspirarse en los yacimientos de Pueblo Nuevo del Terrible, Linares y Almadén. Mientras estuvo en Andalucía se alojó en la pensión Casino de Nerva, habitual entre los artistas que visitaban la zona, y allí se produjo una anécdota curiosa cuando, debido a su aspecto moderno y al sombrero que entonces solía llevar, fue confundida con una cantante que esperaban en el pueblo. El hecho no tiene más interés que el de servir como ejemplo del carácter innovador que la escritora mostraba en sus costumbres y que, sin embargo, no lo era tanto en sus narraciones, marcadas por la influencia de las creencias cristianas que había adquirido en su infancia y primera juventud. El argumento de «El metal de los muertos» se centra en las demandas de un líder obrero que busca detener los estragos que la minería del cobre producía en las personas y en el medio ambiente y se esfuerza por que sean condenados los culpables de la represión de una huelga que había concluido en medio de un baño de sangre. Como diríamos hoy en el cine, todo está basado en hechos reales y concretamente en los acontecimientos que tuvieron lugar en la cuenca onubense en 1888, cuando el Ejército impuso a tiros el fin de una protesta contra la contaminación. Lo que no deja de llamar la atención es que la autora eligiese desplazarse hasta Andalucía en vez de a volver a Asturias, donde la historia ya había dado ejemplos parecidos en la «huelgona» de 1906 o en las jornadas revolucionarias de 1917, y donde vivía Manuel Llaneza, el sindicalista más conocido en la España de aquellos años; pero por lo que fuese, Concha Espina siempre evitó en su obra cualquier referencia a esta cuenca minera y en las escasas ocasiones en las que se refirió a nuestra región lo hizo siempre para hablar de sus paisajes o de la devoción a la Virgen de Covadonga, como sucede en otra de sus novelas, «Altar mayor».

Precisamente, esta obra, que obtuvo en 1927 el Premio Nacional de Literatura, fue llevada al cine después de la guerra civil por el director Gonzalo Delgrás, que contó en su reparto con un jovencísimo galán allerano, José Suárez, quien pocos años más tarde también intervendría en la versión cinematográfica de «La niña de Luzmela». En fin, Concha Espina nunca pudo ver el rostro de sus personajes en la pantalla porque se quedó completamente ciega en 1940, pero a pesar de ello se las arregló para seguir escribiendo una densa obra en la que se dejan traslucir sus ideas progresistas y su peculiar visión de la religión. En una entrevista publicada a los pocos meses de la proclamación de la República, manifestaba: «La forma actual del Gobierno tiene mis mayores esperanzas porque mi ilusión política de toda la vida fue la República», y más adelante: «Soy católica y a mi juicio la Iglesia gana en sus fines al separarse del Estado. La fe ahora ha de vibrar limpiamente como nunca. A la Iglesia de hoy, estancada, mohosa, sucederá una Iglesia viva, fuerte. La fe ahora ha de vibrar limpiamente, como nuncaÉ».

Supondrán ustedes que afirmar ambas cosas en 1931 la enemistaba a la vez con las «dos Españas», que inmediatamente la consideraban en el lado opuesto de cada una, pero así era ella: valiente y sincera. Como suele suceder en estos casos, sus posiciones ideológicas hacen que su figura siga resultando incómoda para todos y nadie se acuerde de rescatar su magnífica producción literaria. Nosotros, aunque fuese por poco tiempo, la tuvimos como vecina. Por eso la traemos hoy a esta página.