Realmente fue una trastada? Alrededor de cincuenta años que sucedió tal cosa o el trasto era yo en aquella época de estudiante.

Muy próximo el centro de estudios a lo que siempre llamamos «las barracas», mejor «el campo de maniobras» de aquel centro militar que llegó a ocupar toda la parte derecha de la calle Calvo Sotelo, en Oviedo, enfrente del lateral izquierdo del Instituto Masculino Alfonso II el Casto y, más arriba, del edificio que aún preside el diario LA NUEVA ESPAÑA, un poco retranqueado en toda esa superficie de campo abierto, se situaba feria tras feria, San Mateo o la Ascensión, el Teatro Argentino.

Allá, al oscurecer, y llamando la atención de los abundantes clientes en cola, en una tarima colocada en el exterior, un mal cómico, además de chistes, cantaba un reiterado estribillo que decía: «Toca la bocina: mec, mec. Toca la bocina: mec, mec, a las mujeres, les gusta la gasolina». Debajo de dicha tarima, nos apiñábamos los que no teníamos ni una triste peseta y nos consolaba escuchar aquellas pícaras bufonadas. Pero a mí lo que me llamaba la atención era lo que podía ocurrir dentro: si la canción arrastraba curiosidad ladina, lo de dentro tenía que ser?

Así que un día me armé de valor, dije en casa que tenía que quedarme en clase para?, ni me acuerdo, pedí dinero para «comprar dos libretas» -importe de la entrada en referido teatro-, de gabardina y con el cuello subido que no dejaba de ver la cara. Al llegar al ventanín, la taquillera, con voz gruesa, me solmenó: «Chico, ¿ya eres mayor?». Temblándome las piernas, le dije que «sí», a lo que me respondió: «Bueno, eres alto». Y como lo fundamental para ellos era recoger dinero, con la entrada me vi en la mano.

Subiendo aún más el cuello de la gabardina, al fin me vi dentro y con ello, ¡Señor!, empezó mi decepción. La gente -todo hombres, lógicamente- se apiñaba alrededor del escenario: unos en las sillas de las primeras filas, de madera y tijera, y otros, gran multitud, en las gradas que materialmente se echaban encima del escenario. ¿Escenario? Lo que se pretendía que fuese tal cosa. Yo me senté atrás, más solo que la una y sin apenas visión: pero allí no me veía nadie o así lo creía. Los eufóricos o salvajes, ¡qué sé yo!, gritaban como energúmenos: «¡Que empiece, que empiece!». Y por fin alguien descorrió aquellas cortinas. ¿Quieren ustedes que siga?

Creo que no hay mucho más que contar. Yo seguía con la gabardina puesta y el cuello hasta la coronilla. Las despelotadas mujeres, para aquella época, me avergonzaron, porque a mi entender y recordar, creo que ninguna bajaba de una edad, por decir algo, inferior a la de cualquier? ¿abuela? Los calenturientos seguidores les decían barbaridades; el que menos: «Mueve una? Quítate?». Y, efectivamente, no les cuento más, porque nada más puedo narrar de aquel episodio que tantas ganas tenía de ver y que al cuarto de hora, este que suscribe ya estaba en «el campo de maniobras» y a toda leche camino de su casa. Al llegar, me preguntó mí madre: «Habéis acabado pronto. Creí que ibas a tardar más!». A lo que hoy le respondería: «Madre, si yo te contara...»