Antes de llegar a Hendaya, como en el anterior capítulo dije, empezamos a formalizar un poco y ya creímos oportuno quitar los carteles del lateral de coche, aquello tan llamativo «Asturias a Montejurra». No es que hubiésemos perdido la fe en el carlismo, ni mucho menos, sino que consideramos que era jugarnos el físico más de la cuenta. Habíamos vivido una mañana intensa en aquella festividad, tuvimos la oportunidad de hablar con unos y con otros, sobre todo, con una familia compuesta por el matrimonio y un montón de hijos, que habían salido de Bilbao, nunca mejor dicho, «como pudieron», al estar Vizcaya en «estado de excepción» como les comenté en el primer artículo, y con instrucciones gubernamentales de que no saliese nadie en dirección a Montejurra.

Así que, volviendo a la realidad, nos levantamos en la pensión de San Sebastián a no sé qué hora -creo que se nos había parado el reloj-, desayunamos como es menester, dimos un buen paseo hasta La Concha y nos hicimos a la idea de que teníamos a volver a casa. Pero con calma, porque el volver por el norte nos parecía más sencillo. Como sigo sin precisar en muchas de las cosas, pienso yo ahora, que no tendrían tanta importancia, no recuerdo dónde almorzamos. De lo que me acuerdo es que Pacheco admiraba mi buena administración -bueno, a lo mejor era un poco tacañón, ¡quién lo sabe!-. Al salir de Sama de Langreo hicimos un bote común y ambos reponíamos por igual, lógicamente, hasta para echar gasolina que, por cierto, aquel Simca 1000 gastaba casi lo mismo que un mechero.

Faltando aún una buena tirada para alcanzar nuestra Asturias del alma, a media tarde hicimos una merecida parada en Castro Urdiales, ya en la provincia de Santander, dimos una vuelta para estirar las piernas y valorar aquel pintoresco lugar, por cierto, al nunca más volví lamentablemente, y al retornar al coche, así, de pronto, nos acordamos?, ¿saben ustedes de qué? En nuestras respectivas pensiones, en casa de Maruja y Les Travieses, con el fin de que no gastásemos tanto, nos habían preparado comida a esgaya, bien en fiambreras o «tupperware» -¿existían ya de aquella?: ni puñetera idea-. Bueno, pues lo dicho, abrimos el maletero y allá del fondo sacamos y abrimos las viandas que gentilmente nos habían preparado con tanto esmero. No sé si Pacheco llegó a decírselo a alguien, porque yo lo estoy confesando ahora: tiramos aquella comida que, por otra parte, aún conservaba buena pinta y hasta no olía mal. Pero, claro, no era cosa de ponerse a comerla ahora cuando faltaban unos kilómetros para llegar a nuestras respectivas casas, así que nos comprometimos a darles las gracias por lo buena que estaba. ¿Buena? Buenos aquellos espárragos que aún hoy, cuarenta y cuatro años después, ambos asturianos en Estella «empujábamos» con aquel frío clarete que estaba? ¡como Rita!

Y aquí doy por finalizada esta historia, con un fuerte abrazo a Pacheco.