1892 fue un año explosivo para los franceses. El día 11 de marzo una bomba destruyó en la ciudad de Clichy la casa de un juez que se había destacado en la persecución de los anarquistas; dos semanas más tarde, se repitió la faena en la vivienda de un procurador y, cuando aún no se había disipado el humo, un tercer artefacto estalló en una comisaría de París. En ningún caso hubo víctimas, pero el autor de los tres hechos, que actuaba en solitario, ya tenía las manos manchadas por otras muertes anteriores y pagó por ellas. Se trataba del famoso Ravachol, un terrorista que actuaba por libre y que antes de acabar el mes fue detenido cuando se encontraba en el restaurante Lhérot, gracias al soplo de un camarero que lo reconoció.

Ravachol se llamaba realmente François Claudius Koënigstein y tuvo una infancia mísera, manteniendo a su familia gracias a la venta de cartones y al acordeón que tocaba por los bailes, hasta que decidió robar y matar sin respetar a nada ni a nadie, saqueando a los ricos, llegando a veces a violar sus tumbas para hacerse con joyas y pertenencias, para repartir luego lo que cogía con los más pobres.

Su proceso se inició el 26 de abril y al día siguiente aquel local de comidas donde lo habían detenido quedó destruido por otra explosión, dejando claro a la opinión pública que otros ya habían cogido su testigo de fuego. Fue condenado a cadena perpetua, pero hubo un segundo proceso en el que se juzgaron tres homicidios antiguos, y entonces le cayó encima la inevitable pena de muerte.

El hombre quiso culminar su leyenda llegando integro a la guillotina y subió al cadalso lanzando una proclama en defensa de la Anarquía; de esta forma se convirtió en un mito para los que creen que la única forma de cambiar el orden de las cosas es hacerlas volar con dinamita para recomponer después sus pedazos. Y aún hoy, sus escasos partidarios entonan el himno que se compuso en su honor: "La Ravachole".

Más cerca de casa, el diario madrileño La Unión Católica, que se anunciaba como "religioso, político y literario", comparaba el viernes 18 de noviembre de aquel 1892 los hechos de Francia con la visita que don Claudio López Bru acababa de realizar a la cuenca minera asturiana, donde se estaba construyendo -según sus órdenes- el poblado de Bustiello, destinado a ser una especie de pequeña ciudad modelo para los obreros cristianos.

La Unión Católica se refería a un atentado concreto, el número seis de los que iban registrados aquel año en Francia con alguna consecuencia grave, incluyendo a los de Ravachol. En este caso se trataba de una explosión con víctimas que tenía por trasfondo un conflicto minero.

Por los detalles que hemos obtenido en El Socialista -un órgano laico y obrero, como saben, pero que también criticaba la violencia- conocemos que la autora había sido una mujer vestida pobremente, quien depositó a las puertas de las oficinas de la Sociedad Minera de Carmaux, en la avenida de La Ópera, un artefacto envuelto en un periódico preparado para estallar a la hora en que solía entrar por allí el baron Reille, presidente de aquella gran empresa, donde estaba enquistada una huelga.

El capitalista estaba destinado a ser la víctima, pero la cosa tomó otro camino cuando la mujer fue vista por el secretario de la compañía; entonces la bomba se llevó con rapidez al despacho del comisario de policía para su manipulación. Allí, en la calle "des Bons-Enfants", estalló destrozando dos pisos del edificio y dejando cinco cadáveres desechos: cuatro policías y el infeliz empleado.

La Unión Católica daba cuenta de un acto empresarial que se había celebrado el 10 de noviembre en el Grand Hotel, presidido por el mismo barón Reille, salvado milagrosamente del atentado; tras un banquete, los propietarios galos habían hecho una generosa colecta para las víctimas, "pero esto -se leía en el diario madrileño- no basta para atraer el amor de los trabajadores ni siquiera para desarmar el odio de los sectarios". Para aquellos periodistas, en España estaba la otra cara de la moneda representada por el segundo marqués de Comillas, un hombre que nunca iba a sufrir este tipo de acciones, porque el carácter religioso que marcaba su personalidad e imprimía a sus trabajadores, las hacía imposibles. Y como prueba, pasaba a contar su visita a la cuenca minera asturiana.

Don Claudio López Bru había llegado aquel mes desde Torrelavega en un coche de los denominados "de carrera", como un viajero más, discretamente acompañado por dos colaboradores: su religioso primo Santiago López y su apoderado en Madrid Javier Gil Becerril; paró en Infiesto y en Oviedo para visitar la catedral y orar ante sus reliquias sin dar aviso de su presencia; luego hizo entrada en sus propiedades mierenses. Para basar la crónica de su paso por la Montaña Central el periódico madrileño hacía un resumen de las informaciones publicadas El Carbayón, otro diario de su misma ideología, que tenía su redacción en Oviedo.

"Grande ha sido la ovación que acaba de tributarle la comarca minera de las seis parroquias en ella enclavadas de Villallana, Ujo, Carabanzo, Santa Cruz, Moreda y Boo, movida de su profunda gratitud hacia su empresario y sin igual bienhechor? no pudiendo estos favorecidos pueblos obreros contener el entusiasmo cariñoso que profesan al señor marqués de Comillas, fue inútil que este manifestase su deseo de que no se le hiciera manifestación alguna en su visita?y en efecto, a la noticia de la llegada de aquel, solo conocida con seis horas de anticipación, se improvisó rápidamente en una extensa zona de cuatro leguas de radio la manifestación de sincera simpatía más grande y entusiasta que ninguno de nuestros hombres políticos recibió por aquí.

Y lo más notable fue el carácter, naturaleza y circunstancias de tan afectuosa ovación. Porque no ha sido preparada por los empleados y obreros de estos trabajos a quienes contra el deseo general se les había vedado; ni tampoco inspirada por intereses particulares y bastardos, ni de esas de cumplido en que se fabrican entusiasmos momentáneos sino que fue sinceramente sentida y de todos deseada. Fue la manifestación del cariño y gratitud de los favorecidos hacia su bienhechor, de los hijos del trabajo, del pueblo entero de esta comarca".

Según aquella crónica, se acercaban a tres mil las personas venidas de todas partes que sorprendieron al opulento propietario congregándose en muy pocas horas en la plazuela de Sovilla, parroquia de Santa Cruz. Allí se lanzaron al aire atronadores cohetes "de bomba real" y la banda de música de Mieres, avisada pocas horas antes y recién llegada, tocó animados pasodobles.

Luego -siempre de manera espontánea- la apiñada multitud que tan ansiosa le estaba esperando, prorrumpió en vivas generales y muy afectuosos al señor marqués de Comillas, a la moralidad y buena reglamentación de sus obras y a sus acompañantes y uno de los párrocos de la zona lo presentó a sus trabajadores, quienes pudieron escuchar sus palabras "hablándoles el lenguaje de un padre no el de un amo, lo cual hizo prorrumpir a aquella multitud en entusiastas vivas acompañados de lágrimas de agradecimiento".

Otro diario más, El Correo de Asturias, nos dejó también la descripción de las jornadas que el aristócrata pasó en Ujo: "Emplea todas la horas del día, sin miedo alguno al mal tiempo, en recorrer las seis parroquias de su cuenca minera, llevando a todos lados el socorro abundante a todas las necesidades, el ejemplo de su modestia, dulzura y amor de Dios y del prójimo; oyendo y conversando con los más pobres, interesándose sobre todo por la suerte de estos y sus obreros en particular, entrando en sus viviendas, revisando sus alimentos, dormitorios, ropas y demás condiciones de casa y vida y proveyendo con órdenes y dadivas al mejoramiento de aquellas. Así mismo visita a diario y con preferencia sus minas, las situaciones de seguridad que ofrecen a los obreros, los hospitales y los enfermos; los almacenes cooperativos y sus géneros y medidas y las escuelas, premiando la enseñanza".

Esta fue, que sepamos, la única vez que don Claudio visitó sus propiedades en Asturias, pero volviendo a La Unión Católica, lo más curioso es su explicación del terrorismo francés. Para ellos la diferencia entre el empresario de las minas de Carmaux y el marqués de Comillas es que aquí tanto el propietario como los trabajadores eran cristianos y allí no lo eran ni el uno ni los otros: "No quieren que Dios les sirva de intermediario sin advertir que el vacío que deje Dios lo ha de llenar fatalmente la dinamita".

Ya lo ven, Ravachol y sus anarquistas, ignorando su propio destino, no hacían otra cosa que ser los instrumentos del castigo divino contra los impíos. A lo mejor se lo tienen en cuenta en el otro mundo.