Afirman los sociólogos que hoy la familia ya no se funda sobre intereses económicos, sino sobre principios de pura satisfacción. Con la incorporación de la mujer al mercado laboral y el abandono de antiguos modelos de dependencia, las relaciones personales ya no se basan, necesariamente, en la sujeción dineraria, sino que cuando los vínculos del amor o del cariño fracasan, cada cual vuela del nido, llevándose consigo lo que legalmente le pertenece. Las vidas se reinventan, los cánones se reestructuran, el núcleo padre/madre/hijos da paso a familias monoparentales, a familias con varias subfamilias en su interior y a los distintos modelos que las relaciones homosexuales y heterosexuales dibujan.

En 1989, mientras el Muro se derrumba y el reloj de la Historia parece ponerse otra vez a cero, Ann Beattie publica una novela extraordinaria, Retratos de Will, que indaga en las siempre complejas relaciones entre los padres y su descendencia. Jody, una artista de talento que sobrevive fotografiando bodas, se separa de Wayne, un carpintero guapo a quien las mujeres gustan más que a un tonto un caramelo, y rehace su vida junto a Mel, un hombre que la ama sincera y apasionadamente, y que desea casarse con Jody y tener hijos suyos. Pero Jody y Wayne son ya padres de Will, un niño inteligente y sensible que asiste con estupor y resignación a una vida que transcurre entre el Nueva York cosmopolita de su madre y la Florida colorista de su padre, y que, a efectos prácticos, crece bajo la tutela afectiva de Mel, un progenitor imposible pero al tiempo inmejorable.

Con estos elementos, prosaicos como la vida misma, la autora de Postales de invierno factura uno de los libros más inteligentes que recuerdo haber leído. Si ser padre significa vivir a medio camino entre el terror más puro y la dicha más intensa, la lectura de Retratos de Will se parece a descubrir, negro sobre blanco, todas esas palabras que crecen en nuestro interior pero que nunca encontramos, bien por falta de tiempo para registrarlas, bien porque nuestro talento no da para tanto.

Hay libros tan sensibles a la vida que resulta imposible sustraerse a su capital de verdad. Por mucho que sean ficciones, el escritor se deja la piel y el corazón en ellos. Este es uno de esos raros ejemplos. Invito a cualquiera que haya frecuentado las estancias del amor y del desamor a que me asegure que este libro no le ha conmovido, no le ha asustado, no le ha enfrentado a lo mejor y a lo peor de sí mismo. Y recomiendo a todo padre biológico, putativo o in pectore, entre los 30 y los 100 años de edad, la lectura de esta novela que esconde uno de los secretos mejor contados y una de las historias de entrega más emocionantes que la literatura, en lo que posee de lección de vida, puede ofrecer al lector de una sociedad donde el amor, por fortuna, ya no es exclusivamente una cuestión de economía doméstica.