Las buenas intenciones, en la crítica literaria como en cualquier otra actividad, siempre son de agradecer, pero rara vez resultan suficientes. Pepa Merlo, autora de un libro de relatos y de una recopilación de testimonios femeninos sobre la represión franquista, ha querido solucionar una injusticia con su antología Peces en la tierra. ¿Por qué, cuando se habla de la generación del 27, casi nunca se mencionan mujeres? ¿Por qué, si se mencionan, son casi siempre las mismas?

De esa situación, si hacemos caso a su prólogo, hay un culpable: el franquismo. Durante los años veinte y treinta las mujeres participaban en la actividad literaria a la par que los hombres, publicaban en las mismas revistas, eran tan cosmopolitas como ellos. Luego, tras la guerra, las mujeres del 27 solo interesaron, cuando interesaron, como «mujeres de»: a Concha Méndez, en su exilio mexicano, siempre que la visitaban era para preguntar por Manuel Altolaguirre, que fue su marido, o por Luis Cernuda, que fue su incómodo huésped en la casa de Coyoacán.

Nada menos que ochenta escritoras descubre Pepa Merlo que publicaron libros de poemas en la segunda y tercera década del siglo pasado. De esas ochenta, selecciona veinte para su antología. ¿Las veinte mejores? No, todas aquellas de las que ha podido encontrar su obra. (Extraña que, según indica, deje fuera a Concha Zardoya «por no haber conseguido ninguna edición original de su obra»: abundan en las bibliotecas y en las librerías de Internet).

Pepa Merlo confunde una antología con una especie de arca de Noé en el que salvar a todas las mujeres escritoras de las que ha tenido noticia. Por eso no duda en incluir a una desconocida Esther López Valencia, de la que lo ignora todo, pero que en 1922 publicó un libro de poemas, Escorial, prologado por su padre, otro ilustre desconocido. Los versos de ese libro son de un tópico modernismo: «Góticas princesas de suaves perfiles / de mantos fastuosos, de gestos monjiles, / en campos sembrados de lisis de oro / pasean su tedio con regio decoro». Versos inanes, pero no tan pintorescos como los de Josefina Bolinaga, quien en 1925 publica Alma rural, una especie de parodia de Gabriel y Galán de involuntaria e irresistible comicidad: «Pus iba diciendo / q'ajuntóse a mí / el mocico Usebio? / ¡Y altonces! ¡Altonces! / ¡Ay, madre! ¡Qué miedo! / Me dio en la cara / así como un beso».

Se queja Pepa Merlo de que, en los estudios y antologías del 27, o no se mencionan mujeres o se mencionan siempre a las mismas: Concha Méndez, Josefina de la Torre, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín? Nombres menores, en la mayor parte de los casos, pero muy mayores si se las compara con los nombres que se les juntan en esta antología.

Pepa Merlo, por otra parte, no parece que tenga muy claro qué es eso de la generación del 27. Para ella, cualquier escritor que publica por esos años forma parte de la generación. De ahí que comience su antología con Casilda de Antón del Olmet, una escritora que nació en 1871, cuatro años antes que Antonio Machado, y que ya en 1902 había editado un libro que nos informa sobradamente sobre sus intereses intelectuales: El servicio doméstico: memoria sobre la necesidad de fundar una sociedad de señoras para la protección y moralidad de la sirviente, como medio de evitar un contingente a la trata de blancas.

Si en cada párrafo de su prólogo, o de las notas biográficas finales, demuestra Pepa Merlo que no es una especialista en la historia de la literatura, tampoco parece que lo sea en la historia reciente de España. De Rosa Chacel nos cuenta lo siguiente: «Durante los años terribles de la contienda, sirvió como enfermera en Madrid hasta que la ciudad fue tomada, entonces viaja a Barcelona con su hijo y de ahí a Valencia, lugar de esperanza para los republicanos. En 1937 consigue salir de España?». ¿Ignora Pepa Merlo que Madrid siguió en zona republicana hasta el final de la guerra? Ignora eso y otras cosas, como el momento en que la mujer ejerció por primera vez su derecho al voto, que no fue -según ella indica- «el 31 de mayo de 1931».

Comparados con estos, ¿qué importan otros errores? Pilar de Valderrama, la Guiomar de Antonio Machado, afirmaba haber nacido en 1892, pero Giancarlo Depretis, editor de su correspondencia con el poeta, descubrió hace años la fecha exacta: 1889.

Censurarle minucias de cuidadoso investigador a una escritora que redacta y razona como Pepa Merlo resultaría excesivo. Así comienza su semblanza de Carmen Conde: «Nació en Cartagena el 15 de agosto de 1907. Para Carmen Conde no fue necesario trasladarse a Madrid, ni viajar por medio mundo para escribir treinta y siete libros». Pero resulta que Carmen Conde vivió la mayor parte de su vida en Madrid y que viajó tanto o más que cualquier otro escritor de su generación. El final de la nota biográfica tampoco tiene desperdicio: «Carmen Conde, después de una vida prolífica en obras y rica en todos los sentidos, colaboró con Radio Nacional de España en el año 1951?». No se sabe qué admirar más si considerar que una escritora que muere en 1996 estaba ya en 1951 al final de su vida o la indicación, como dato fundamental, de su colaboración en la radio.

Dirige la colección en que se publica esta precaria antología un excelente poeta y estudioso, Jacobo Cortines, y en su consejo asesor están quienes algo, y mucho, saben de historia y de literatura: Miguel García-Posada, Juan Lamillar, Carlos Pujol, Álvaro Salvador y Andrés Trapiello. Me atrevería a asegurar que ninguno ha leído este libro antes de su publicación. Si es así, merecen un público tirón de orejas (Si lo han leído previamente, no merecen uno, sino dos.)

No todas las escritoras olvidadas, y en esto coinciden con los escritores, están injustamente olvidadas. Claro que si lo que Pepa Merlo quería demostrar con este libro es que, en los años veinte, a la vez que algunas obras maestras, también se publicaron muchos libros mediocres, y menos que mediocres, o que para ser mal poeta no es necesario ser hombre, que eso es algo también al alcance de la mujer, lo ha conseguido plenamente.