En 1954 Boris Vian gritaba que era un esnob, pero ello no le ha librado de que La espuma de los días figure entre los diez libros que, según Fabrice Gaignault en su particularísimo diccionario de literatura, odiarían los esnobs. Junto a Bella del señor, de Albert Cohen; El extranjero, de Albert Camus; El amante, de Marguerite Duras; El principito, de Saint-Exupéry; La condición humana, de Malraux; Las uvas de la ira, de Steinbeck; El viejo y el mar, de Hemingway; La náusea, de Sartre, y En el camino, de Kerouac, todas ellas obras de gran repercusión. Hay que tener en cuenta que el fracaso comercial es uno de los platos preferidos del esnobismo y, como escribe el mallorquín José Carlos Llop, uno de los dos autores españoles junto a Max Aub que figura en la galería de personajes de Gaignault, «sin la exclusividad de la reserva no hay esnobismo posible». En resumidas cuentas, no se puede ir por la vida deseando pertenecer a una élite y, a la vez, gustándole a uno lo que le gusta al común de los mortales.

De hecho, uno de los esnobs con entrada en el diccionario, Maurice Dekobra (1885-1973), novelista de gran éxito en la era del jazz y hoy perfectamente olvidado, se convierte en el más despreciado de la lista por escribir los best seller de su tiempo, con 90 millones de ejemplares del «pulps» vendidos en 75 lenguas, entre ellos, La madona de los coches-cama, Macao, el infierno del juego, Los tigres perfumados o Llamas de terciopelo. Tras un viaje pionero al Nepal, Dekobra inspiró a Hergé para su personaje Tintín. Una de sus fieles lectoras y amante entregada fue Rita Hayworth.

Diccionario de literatura para esnobs, editado primorosamente por Impedimenta con preciosas ilustraciones de Sara Morante, es un libro exquisito para exquisitos. Cubre el objetivo de hacer feliz a cierto tipo de lectores sin que Fabrice Gaignault, su autor, un esnob francés de tomo y lomo, jefe de cultura de la revista Marie Claire, cuente nada en él que lo convierta en lectura obligada. También es cierto que de ser al contrario habría fallado estrepitosamente en su cometido de ser un diccionario para esnobs y, sobre todo, como reza en el subtítulo, para todos los que no lo son.

En teoría y de acuerdo al enunciado, se trataría de un libro apto para todos los públicos y, sin embargo, no lo es ¿Por qué? Pues porque no a todo el mundo le tiene por qué interesar, por ejemplo, la historia del Club de los Bigotes Largos, bautizado con ese nombre por Paul Morand, al que el diccionario cita en varias entradas y no cuenta con la suya propia, creo yo, porque Morand nunca tuvo la necesidad de imitar el comportamiento de una élite a la que ya pertenecía o con la que, al menos, emparentaba. Tampoco tienen entrada propia otros que, sin embargo, sí fueron destacados esnobs o contribuyeron a dotar de carácter a la palabra: Evelyn Waugh, Cyril Connolly oNancy Mitford, por poner tres ejemplos relevantes, de aquellos «children of the Ritz». Sí figura, en cambio y con todos los honores, Harold Acton, dandi de relumbrón, de origen angloamericano aunque resueltamente vinculado a Italia por haber nacido en la espléndida Villa la Pietra, en las afueras de Florencia. El primero en moldear el concepto de esnob fue William Thackeray (1811-1863) en El libro de los esnobs. Después vinieron los cantantes del dandismo: Oscar Wilde, Charles Baudelaire y Barbey d'Aurevilly. Recientemente tenemos en Julian Fellowes, autor de la novela Snobs, a otro gran intérprete del fenómeno. Francis Dorleans, con Snob society, y Frédéric Rouvillois, con Histoire du snobisme, han contribuido eficazmente a la divulgación de ese reino del rechazo que agrupa al esnobismo internacional.

El Club de los Bigotes Largos era, según Morand, un compendio de «hombres encantadores, con escasa confianza en sí mismos, dandis amargos y muy suaves, igual de prestos a divertirse que a desesperarse». Unos «Freddy Mercury olientes a violeta y a lirio», como añade Gaignault de su cosecha, «cuyo estado de permanente esplín podría inducir a pensar que los destetaron con biberones de láudano». Su líder podría decirse que era Henri de Régnier, su grito de guerra, «¡vivir envilece!», y su espacio natural de dispersión París, Venecia y la Riviera. Con Los Algonquines, al contrario de los Bigotes Largos, el autor rinde tributo al «gang neoyorquino de gatillo literario fácil» que acostumbraba a reunirse en el hotel Algonquin, de la calle 44. Alrededor de su «tabla redonda» se sentaron, entre otros distinguidos miembros, Dorothy Parker, Ring Lardner, el británico Noël Coward, Harpo Marx y Harold Ross, fundador de la revista The New Yorker.

Sujetos pertenecientes a distintas sectas literarias asesinas, eruditos a la violeta, «happy few», diletantes: hay de todo en este diccionario. Y, sobremanera, franceses que no han dejado rastro de su existencia y, por eso, merecen figurar en el libro de Gaignault, teniendo en cuenta que Gaignault, además de esnob militante, es francés, cosa que no se puede pasar por alto al referirse a esta simpática y singular obra.