Más de medio siglo después de su muerte, cuando sólo tenía 57 años, Humphrey Bogart sigue muy vivo. Pocas estrellas del Hollywood de oro conservan la vigencia del hombre que llegó tarde a la gloria (tenía 42 años cuando hizo Casablanca) y se fue demasiado pronto tras un calvario. Marcó un estilo, impuso una personalidad y fue inimitable. No era guapo, no era alto, no era simpático. Sus mejores interpretaciones lo muestran huraño, cascarrabias o melancólico. La comedia no era lo suyo. Tuvo una vida sentimental complicada hasta que se enamoró de la jovencita Lauren Bacall.

Era mucho mejor actor de lo que decían sus enemigos y un buen tiempo según casi todos, a pesar del triste episodio de la caza de brujas en la que Bogart se la envainó tras comandar una admirable cruzada a favor de las víctimas. Era el héroe americano más complejo, leal, sentimental y que iba de duro para que su romanticismo no le debilitara. Un tipo que se curtió haciendo de malo hasta que le llegó la oportunidad de redimirse en El bosque petrificado y El último refugio. Una vida de película sobre la que se ha escrito mucho y que vuelve a las pantallas de papel gracias a la biografía de Stefan Kanfer (Lumen). No es una obra que aporte grandes revelaciones pero sí es un buen recordatorio de una figura que se niega a apolillarse. Las universidades le dedican ciclos, sus mejores películas siguen programándose con frecuencia en las cadenas de TV. Incluso tiene un sello. El American Film Institute le nombró la estrella masculina más grande de la pantalla y «Entertainment Weekly» lo nombró la leyenda del cine más importante de todos los tiempos. Jean-Luc Godard y Woody Allen le rindieron pleitesía. Belmondo y Aznavour le copiaron en algunos de sus papeles más emblemáticos. Y su rostro es usado en bares de medio mundo como objeto de decoración / adoración.

A Bogart era normal verle con cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra. Llevaba pajarita y corbata corta con una clase insuperable y el sombrero de fieltro le sentaba de maravillas. Sonreía de medio lado para meter miedo o enseñaba los dientes para ponerte sobre su aviso sobre su impaciencia con las tonterías. En el mundo de mentira y traición de Hollywood, Bogart era un islote, alguien de palabra, un profesional como la copa de un pino. Sin alardes, con un talento natural impermeable a la afectación. La crítica francesa le quiso etiquetar como un existencialista, otros le calificaron de estoico anacrónico, hubo quien lo definió como un sarcástico con ribetes cínicos. Y Kate Hepburn comentó que no era un hombre de «quizás». Con él era «sí o no». Izquierdista y disidente... a su manera.

La biografía de Kanfer evoca los orígenes de Bogart en la clase alta de Nueva York, hijo de un reputado médico y una conocida ilustradora. Nació en 1899 y creció en el Upper West Side de Manhattan, nada menos. Los antepasados de Bogart se parecían más a los personajes de «Historias de Filadelfia» que a los que interpretaría él con una pistola en la mano. El Bogey adolescente era un rebelde sin causa (lo expulsaron de un centro elitista sin contemplaciones) y su paso por la marina se saldó con una cicatriz que se haría mítica, seguramente por una pelea poco patriótica. Como aspirante a actor se arrastró por los escenarios de Broadway en papeles mojados por la frustración. Su desembarco en Hollywood no fue tampoco un paseo. En sus primeras 45 películas fue ahorcado, electrocutado, condenado a cadena perpetua, acribillado a balazos. Llegar vivo al final de una película era un milagro. Y cuando todo parecía perdido, las casualidades se pusieron de su parte: tras llamar la atención en «El bosque petrificado», el entonces de moda George Raft dijo no a «El último refugio» y Bogart lo aprovechó. Luego llegó «El halcón maltés» (el verborreico final sirve a Kanfer para demostrar la técnica depurada del actor, en contra de lo que contaban algunas lenguas viperinas) y su escalada a la cumbre con títulos clásicos: «Casablanca» con su caótico rodaje, «Tener y no tener», donde conoció a Lauren Bacall, «El sueño eterno» (o cómo asociar a Philip Marlowe a su nombre para siempre) y «El tesoro de Sierra Madre», donde amplió sus registros de forma notable.

Sin Bogart, «Casablanca», no sería lo mismo. Como bien apunta Kanfer, ningún otro actor podría haber hecho tan creíble el papel de Rick Blaine, sin patria, misántropo, bebedor habitual, y, en última instancia, el más abnegado héroe romántico de Hollywood. Un artista maduro se convertía en el tipo de hombre que, en muchos aspectos, todo estadounidense anhelaba ser. Capaz de sacrificarse por la mujer amada. Cuando Bogart empezó el rodaje a las órdenes de Michael Curtiz el 25 de mayo de 1942, era una estrella menor. Cuando lo terminó, el 1 de agosto, se había convertido en el actor del cine americano más importante de su tiempo. En 1946 ganó 467.000 dólares, convirtiéndose en el actor mejor pagado del mundo.

Kanfer avanza a paso ligero por la vida y obra de Bogart, muestra su evolución como intérprete, su lento declinar, sus errores y sus aciertos. Muy interesante la parte dedicada a En un lugar solitario, la obra maestra de Nicholas Ray que era una despiadada radiografía del amor roto entre el director y su mujer, la actriz Gloria Grahame, pero también del propio Bogart. La parte final del libro, dedicada a la lucha de Bogart contra un cáncer de esófago en el último año de su vida, encoge el corazón y contiene momentos tan escalofriantes como ese almuerzo en el que se escuchaba el ruido de los alimentos al caer directamente al estómago del actor.

Murió en 1957 a los 57 años. En su funeral, su amigo John Huston dijo que estaba dotado con el don más grande que un hombre puede tener: talento. «No tenemos ninguna razón para sentir pena por él, sólo por nosotros mismos por haberlo perdido. Es insustituible».

La historia no acaba con su prematura muerte. Kanfer añade unas páginas finales muy interesantes en las que aborda el imparable desarrollo de la leyenda de Bogart, un un hombre que era algo más que un actor: era un estilo, y un estilo que en el Hollywood actual no tendría futuro. No era un ser perfecto, pero nunca habrá otro como él.