Philip Roth ya tiene un trío de premios grandes: Pulitzer, el National Book Award y ahora el Man Booker International. Le queda uno para lograr el póker, pero esa carta es imprevisible, el Nobel de Literatura. El Booker le llegó al autor de El lamento de Portnoy la pasada semana. No es un premio que pase desapercibido, y por si hubiera alguna duda al respecto, la escritora y editora inglesa Carmen Callili, miembro del jurado, se aseguró que no fuera así. Callili dimitió en clara discrepancia con la elección de Roth, un escritor -dijo- «al que dentro de veinte años no lo leerá nadie» y que lleva otros cincuenta «escribiendo sobre las mismas cosas».

La crítica puede parecer banal, pero no lo es tanto porque de lo que escribe Roth, a través de relatos precisos y en ocasiones deslumbrantes en su sencillez, es de los judíos. De los judíos americanos, de un trozo importante de la historia económica, política y social de los Estados Unidos de América. La historia de un éxodo, de un desarraigo, de una tierra prometida que lo fue solo en parte. La historia de su vida, la de Philip Roth, 78 años, 25 novelas, un hombre acostumbrado, en eso tiene razón Callili, a contarse a sí mismo.

En cierto modo Roth es un cronista de su pueblo a través de relatos en los que no regatea crudezas. Su obra es paralela a la de Paul Auster y, en su capacidad para diseccionar la vida americana contemporánea, a la de Norman Mailer. Les une una cierta vocación periodística a la hora de afrontar el papel en blanco. A Roth no le tiembla el pulso, sin embargo, para adentrarse en los entresijos de su familia -y por tanto de él mismo- y tratar de explicar el todo desde la parte. Un reto para el que hay que superar una entendible tendencia al pudor.

Hay un libro de Roth que sirve de ejemplo de valentía. No es uno de esos libros a los que los biógrafos de solapa acuden para unir al autor con un par de títulos, aunque con él se llevó el premio de la crítica en los Estados Unidos. Un libro para lectores audaces. Se titula Patrimonio. Una historia verdadera. El relato de una enfermedad, un diagnóstico, una reacción, un desarrollo y un desenlace. El relato de un adiós prolongado en el tiempo y en el espacio entre un padre y un hijo. La enfermedad de Herman Roth, el padre del escritor, un agente de seguros jubilado que se agarra a la vida con el mismo empeño con la que la disfrutó.

La cercanía de la muerte abre nuevas perspectivas de relación familiar. Roth describe el proceso con la minuciosidad de un cirujano y, a la vez, con el amor de un hijo poco dado a las exteriorizaciones de afecto. La lucha contra la enfermedad duró desde 1981 a 1989 y durante todo este tiempo Philip Roth escribe algo parecido a un diario «como corresponde a la falta de decoro propia de mi profesión» en el que entremezcla emociones y sentimientos, asiste a los dientes de sierra propios de la dolencia tumoral, busca (y a veces encuentra) respuestas que tienen que ver con la familia y con él mismo. Y se pregunta si valió la pena. La enfermedad siempre ejerce de catarsis, de frontera. Roth encuentra entre los recuerdos de hogar una foto en blanco y negro en la que aparece el escritor, apenas un niño, su hermano Sandy y su padre durante unas vacaciones en 1937. Sonrientes y en camiseta. Tiempos felices. La muy reciente Nemesis, destinada a ser una de las novelas más célebres del escritor de New Jersey, es también en cierto modo la crónica de una enfermedad, el antes y después de una forma de ver el mundo.

La moraleja es que el dolor nos cambia, y que aun sin saberlo todos somos raíz de algo, rehenes de los que nos precedieron, víctimas de la inflexibilidad del destino, servidores de dioses menores procedentes del altar familiar. Somos uno y somos muchos en uno.

Puede que Carmen Callili haya leído Patrimonio, no es seguro dada su aversión manifiesta hacia la obra -¿y el personaje?- de Philip Roth. Pero al menos le concederá ciertas dosis de arrojo frente a la desnudez, siempre incómoda cuando se trata de la desnudez de uno mismo. Y sobre lo que piensa al respecto el judío americano Roth, quizá sería bueno plantearse la posibilidad de que un día podamos preguntárselo en Asturias allá por el mes de octubre de un año venidero.