Vidal Peña, singular profesor, especialmente querido por todas las generaciones de alumnos que ha tenido, y, más que eso, respetado por cuantos le conocen como un verdadero ejemplo de lo que significa filosofar, dio su última lección, como funcionario del Estado, el viernes 13 de mayo de 2011. Nacido en 1941, en Oviedo, su labor filosófica corre próxima generacionalmente a Miguel Ángel Quintanilla (1945), con quien colabora en el Diccionario de filosofía contemporánea (1985) y a Victoria Camps (1941), a cuya edición de la Historia de la ética (1992) contribuye. Su periplo académico coincide también, por la edad, con: José Hierro Sánchez-Pescador (1938), Javier Muguerza (1939), Pedro Ribas (1939), Xaviert Rubert de Ventós (1939), Javier Sádaba (1940), Jesús Mosterín (1941), Eugenio Trías (1942), Jacobo Muñoz (1942), Félix Duque (1943), Celia Amorós (1944), Carlos Díaz (1944) o Víctor Gómez Pin (1944), aunque la partitura seguida por el ovetense suena del todo particular, compuesta con fragmentos álgidos, con sutiles pianísimos y con escépticos silencios.

¡Qué bueno sería que ahora este catedrático de filosofía de la Universidad de Oviedo abriera un nuevo curso permanente, fuera de las aulas, como analista exquisito y nada banal que es! Pero de qué sirven las bellas intenciones, cuando lo que se reclama crece lejos de las mayorías o alejado de las encrucijadas de las costumbres.

Se dirá que un pensamiento especializado en Spinoza, en Descartes y en la filosofía moderna, y, si se es justo, también muy buen conocedor de la filosofía antigua, medieval y contemporánea, muy poco puede ofrecer fuera de las aulas, de los congresos o de las ediciones especializadas. Craso error.

Vidal Peña no sólo lo sabe «todo» de Spinoza y no sólo ha penetrado con gran maestría en los múltiples matices con que discurre la filosofía cartesiana. Quienes se dedican a la filosofía saben bien de los principales referentes de su trabajo: El materialismo de Spinoza (1974), la traducción de la Ética spinoziana (1980) con sus preciosas notas y su sublime Introducción, y la reedición que de esta obra se hace en 2007, donde las notas del perspicaz ovetense fluyen al lado de las de Gabriel Albiac, llenas éstas de la mejor didáctica y del mejor ímpetu spinoziano. En esta reedición de 2007, además de aportaciones de interés que se añaden a la anterior, pudo el catedrático asturiano aclarar bien la diferencia entre «esencia formal» y «esencia objetiva», porque contra lo que cierto sentido común esperaría, la «esencia objetiva» («idea») es la «idea de una realidad» mientras que la «esencia formal» («ideatum») es «la realidad misma» («Ética», I, XVII, Escolio).

Ahí están también, en el mismo tono de sutiles análisis, la traducción de las Meditaciones metafísicas, de Descartes, reeditadas ahora por KRK, con la hermosa Introducción del profesor Peña y con las notas, que casi nunca funcionan como notas a pie de página sino como perlas descubiertas entre las líneas sinuosas del recto discurso cartesiano; en ellas se nos muestra, por ejemplo, que si Descartes construye varios argumentos sobre la existencia de Dios, es uno sólo el que lleva el peso fundamental, el famoso llamado argumento ontológico («a priori»), un Dios que nace de la conciencia racional misma antes que de las exigencias del mundo. Porque los argumentos por los efectos («a posteriori»), ya basados en la grandiosidad del mundo ya en mi pequeñez, la cual contiene a la vez algo infinito, llevan también a un Dios, pero no obtienen su fuerza definitiva sino del argumento ontológico, del que dependen estructuralmente: Dios existe fundido en la idea de perfección que tengo, perfección que atribuyo a un ser infinito, que ha de ser por tanto un «Deus veracissimus». De este modo, el peligro de que yo pueda permanecer en el engaño queda frenado ontológicamente porque esa «res divina» está estructuralmente unida a mi conciencia o «cogito».

Quienes le han seguido un poco más de cerca saben que, además de su erudición sobre la filosofía moderna, ha profundizado en otros temas como es la idea de progreso o el romanticismo de Schopenhauer, aunque si hubiera que elegir un asunto de especial profundidad, rigor, finura y dificultad señalaríamos sus análisis sobre la diferencia entre ontología y metafísica, en el Diccionario de filosofía contemporánea. Mientras que la metafísica se postularía como el examen de las realidades substanciales y supondría que estas realidades se dan reificadas, es decir que son «cosas», la ontología, por su parte, trataría de rendir cue+ntas del mismo problema filosófico, pero cambiando radicalmente la perspectiva, por cuanto ahora no se trataría de las realidades substanciales hechas «cosas» sino del examen de los principios más generales acerca de la estructura de la realidad.