Admitamos que los intelectuales son algo tan francés como el Roquefort. Y pongamos que el primero que lo admite, el ensayista, politólogo y alto directivo de empresa Alain Minc (París, 1949), sea el más francés de todos los franceses al erigirse en árbitro de la cuestión de las virtudes y los vicios políticos de cada uno de los grandes hombres de letras desde Voltaire a Bernard-Henri Lévy ¿Son los intelectuales la corporación más poderosa de Francia? Probablemente, en contra de lo que podría parecer a simple vista, no lo han sido nunca. El autor de Una historia política de los intelectuales, un libro que no ha de leerse para ahondar en las derivas de la intelectualidad, sino más bien para navegar por ella a bordo del barco que pilota un brillante provocador anarcoide, sostiene acertadamente que a los hombres de Estado del país vecino no los cuestionaban más que sus pares y los aprendices de sus pares. Pone tres ejemplos: Napoleón se las tenía con Wellington, jamás con Chateaubriand; Clemenceau nunca tropezaba con Péguy, y De Gaulle se las apañaba para esquivar el bombardeo de Sartre.

La voluntad de enrocarse de los hombres de las altas instancias del poder era tan grande como el deseo de los intelectuales franceses de influir políticamente en la sociedad de su tiempo. Y, como expone Minc, no siempre acertadamente, sino más bien al contrario, pensando de forma equivocada en las cosas. Se ha dicho muchas veces que la incesante politización de la vida intelectual francesa nace precisamente de esa posición anti-establishment o marginal en que el Estado la coloca. El intelectual piensa en el mundo, pero se sitúa plenamente en él sin necesidad de querer darle la vuelta en todo momento como si se tratara de una tortilla. El autor de Una historia política de los intelectuales escribe que hay pensadores en todas partes pero que «Burke no interpreta su partitura como Constant», ni Darwin lo hace igual que Victor Hugo, ni Keynes como Malraux. Para certificarlo asegura también que allí donde el viento sopló con mayor fuerza, la Alemania del siglo XIX, ni Hegel, ni Fichte, ni Marx, ni Nietzsche son intelectuales en el sentido francés del término: «Dibujan el universo, las clases, las razas, pero no se erigen como opositores al poder de un sistema político cuya destrucción algunos desean, sin embargo, ¿quién puede imaginar a Nietzsche tronando como Zola, a Marx polemizando como Hugo o a Thomas Mann partiendo como Gide a un peregrinaje errático a la Unión Soviética?»

Pero también habría que tener en cuenta que en Francia, con independencia de lo que se piensa, el estilo y la retórica son armas importantes en manos de los intelectuales. Su fuerza resulta incontestable: da pie a argumentos e ideas bajo cualquier autoridad discursiva. Como ha recogido Tony Judt, en 1780 los extranjeros, sobre todo los ingleses, disfrutaban de un modo especial mofándose del intelecto francés. El doctor Johnson escribió sobre sus contemporáneos del sur de Calais: «El francés tiene que hablar en todo momento, tanto si sabe lo que se dice como si no; el inglés se contenta con callar cuando nada tiene que decir». Ese empeño retórico explica a veces la deriva ideológica que denuncia Minc en las páginas de su libro «¿Por qué consiguen llevar a cabo combates teñidos de humanismo y simultáneamente divagan ideológicamente? ¿Por qué el matiz, la mesura y el equilibrio se han convertido para la mayoría, incluso hoy, en palabras obscenas?».

Alain Minc, al contrario que los altos hombres de Estado de Francia, no se enroca. Camina por diferentes sendas, las que permiten, por otro lado, las poco más de 400 páginas del libro. Se ocupa, ¿cómo no?, de la tangente izquierdista a partir del «caso Dreyfus», precisamente el momento en que surge la palabra intelectual como término; del nacionalismo de Barrès, de Peguy, del Maurras xenófobo y antisemita, obsesivo y rencoroso; de la extrema derecha, de la batalla colonial, del liberalismo de Aron, del delirio estalinista y de Mayo del 68. Pero existe algo realmente novedoso en este análisis de los intelectuales franceses: el paralelismo que el autor traza entre Malraux y Chateaubriand. El primero es para Minc heredero natural del segundo: «El mismo culto por su propia vida, el mismo eclecticismo y el mismo talento para encerrar la historia en una trayectoria individual». Efectivamente, uno y otro son narcisistas, neuróticos y mitómanos. En ambos persiste el olor de la pólvora, los efluvios de la gloria y la excitación del acontecimiento.

Minc sale a la caza del intelectual francés con una escopeta cargada, sin entrar a discutir el genio artístico de los que critica, ni su capacidad para escribir o transmitir ideas, pero sí reprochándoles a muchos de ellos la influencia que han querido ejercer sobre la sociedad de su tiempo adaptándola a su conveniencia, dando giros delirantes incomprensibles desde la propia vida que llevan o en la posición en que están instalados. Él, para juzgar a los demás con su fina intuición de observador certero, es el primero en asumir con humildad su condición de intelectual de pacotilla. Algo que en el fondo seguramente ni piensa, porque para eso es francés.