El adjetivo «enlightened», que da título a esta tan sorprendente como poco comercial serie televisiva, creo que viene a significar «iluminada», pero quizá también «progresista», «culta», «ilustrada», acaso «lúcida». Me gustaría, para mejor aplicarlo al personaje que en ella interpreta Laura Dern (la vieron en Parque Jurásico), que también significase «mujer que ha visto la luz, tocada por el nuevo misticismo de la new age, lo que la hace creer que todo el mundo puede ser bondadoso y cordial a base de meditación zen, dieta ecológica y muchos abrazos». Es decir, una candidata metepatas a darse de bofetadas con la realidad allá por donde vaya: con su madre, con su ex, con sus amigas, con su trabajo, consigo misma, ya que una «iluminada» se encuentra en la obligación de atraer a todo quisque a la verdad verdadera.

Si bien el eje, el hilo de la serie, es la altísima Sandy, recién degradada en su empresa a un trabajo de sótano (que apenas cumple), cada uno de los diez episodios va por su cuenta, focalizando bien en su madre solitaria y con un punto misántropo por decisión defensiva; bien en su ex, vago, adicto, parásito, amargado por su inanidad; bien en una amiga, empalagosa, pelmaza, intrusiva, incapaz de empatizar a causa de su propio egotismo (clavada por la actriz Robin Wright); bien con focos parciales hacia sus muy necios jefe y exjefe, hacia sus esperpénticos compañeros de la oficina siniestra donde la recluyen; bien hacia las repugnantes y cursis y cotillas ejecutivas de su empresa; bien, hagamos capítulo aparte, a su excepcional colega de mesa, ejemplo antológico del hombre subsumido por las circunstancias (ha sido castigado también al abismo de la pérdida de escalafón), callado, temeroso, indeciso, más solo que la una, frío por inacción, interpretado por Mike White, para quien no habría premios bastantes si de mí dependiera, cocreador de la serie y director de varios episodios. (Otros capítulos, sirva como curiosidad, los dirige Jonathan Demme, al que tanto quisimos hace 21 años por El silencio de los corderos: nada que ver con aquello). Pero plantada en medio de todos está la largirucha Dern, ingenua marisabidilla, gesticulante hasta el rictus (su personaje, no ella), lianta involuntaria, que nunca conecta con la realidad porque no vive en ella: vive en cómo debería ser la realidad; que no se da cuenta de que estorba en todos los sitios, en cualquiera de las situaciones que provoca; que involucra al prójimo sin medir las consecuencias (una egoísta por el bien de los demás, ustedes ya me entienden), una apoteosis de las buenas intenciones. Si mi intención es buena, todo lo que haga será bueno: he ahí su pensamiento, el tremendo sofisma de cuya burra jamás se apea, por mucho que lo real le diga que no, que no es así, que las baldosas del infierno son precisamente las buenas intenciones. Le dan con la puerta en todo su morro, pero ella persiste, colonizando intimidades, invadiendo, peleando a lo torpe por una armonía universal fundada en las sonrisas, el «namasté», los atardeceres junto a la fogata, las pulseritas, el rumor de las hojas y toda la morralla que vende, vendió y venderá esa new age que tomó prestado lo mejor del estoicismo para mezclarlo con una parafarmacia de ocasión expendedora de píldoras de «a la salud interior por el todo el mundo es bueno»: es decir, traicionando a los estoicos.

Porque cada episodio de Enlightened gotea tristeza y pena al finalizar. No, el mundo no lo habitan pajaritos canoros y lo adornan verdes campiñas: Frank Capra ha muerto y Disney está congelado (creo). El mundo tiene la mala costumbre de ser cruel y abusivo, máxime en los microcosmos que forman burguesitos ociosos, alternativos de boquilla, con casa caliente, mesa puesta y jardín. Los new age son un producto de ese mismo infiernillo, y en él se consumen, infelices. Qué grandísima serie, qué serie tan poco comercial.