La escritora navarra Margarita Leoz ha escrito uno de los mejores libro de relatos del año: «Segunda residencia» (Tropo Editores). Historias que «hablan del paso del tiempo y de las ilusiones perdidas, de aquello que creemos ser y de aquello en lo que nos acabamos convirtiendo, pero también de la diferencia entre lo que deseamos y lo que hacemos, de esa distancia tan hiriente entre lo que anhelamos y lo que hacemos. Por ese lado, los cuentos hablan de la insatisfacción, de la incapacidad para ser feliz, de la distancia entre el deseo y la voluntad, de cómo todos los personajes viven una soledad que en el fondo comparten, que les impide abrirse a los demás, entregarse sin reparos, con confianza, sin recelos».

¿Cuánto hay de observación de su entorno más cercano?

Hay mucho, pero no son cuentos autobiográficos. Gracias a Dios tengo una vida bastante más feliz que la de mis personajes. Pero sí que son «personales» en el sentido de que hablo de cosas que he aprendido, algunas porque las he vivido, otras porque las he aprendido mediante la observación, pero el sentimiento ante todo ello es personal. Ciertas escenas están inspiradas en lo que yo he vivido, algunas conversaciones, algunos personajes, pero, a partir de ahí, surge la ficción. A veces un cuento se inicia por un recuerdo, una anécdota, pero esto se pierde a medida que avanza la creación literaria y generalmente es irreconocible al final. El primero de los relatos, «En lo que nos hemos convertido», surgió a partir de un recorte de periódico, una breve carta al director que recorté y guardé durante mucho tiempo. Sabía que allí había una historia, pero no sabía en qué se transformaría, si en poema, en cuento o en novela. Al final, escribí el relato y pude tirar el recorte, diez años después.

-¿El secreto para escribir sobre vidas grises sin que el relato lo sea?

Esas vidas grises no son tales, solamente lo son los envoltorios con los que nos cubrimos cuando transitamos esas situaciones incómodas que nos impiden ser felices. La cuestión es en qué te fijas a la hora de escribir. Narrar es, para mí, hallar una dirección, pero también elegir aquellas zonas que vas a iluminar y aquellas que vas a dejar en penumbra, como en un cuadro. Estoy menos interesada en la anécdota que en la construcción de un escenario en el cual mis personajes puedan explorar sus deseos y sus temores, un escenario en el que los personajes se desenvuelvan y se vean obligados a protegerse o a liberarse, a afrontar momentos fundamentales en sus relaciones y navegar como puedan en aguas desconocidas, entre la inocencia y la experiencia, entre el impulso de reinventarse a sí mismos y definir su identidad en un mundo fragmentado.

-¿Qué autores le influyen?

Muchas veces leemos aquello que nos gustaría escribir y buscamos escribir aquello que nos gustaría encontrar como lectores. En la escritura de estos cuentos, reconozco la influencia de autores que siempre me han acompañado. Los cuentos de Chejov, como fuente de todo. La narrativa norteamericana del siglo XX, John Cheever y Tobias Wolff, más que Carver, me interesan por su transparencia, por ese contar exacto, preciso, poco enfático. Hay un noruego, Askildsen, que también me interesa hasta un punto; ese punto gélido, «anti-empático» que tienen los escandinavos no me acaba de convencer, pero antes de eso me atrae. Leer a Alice Munro fue un descubrimiento.

-¿Prefiere sugerir a mostrar?

El juego de la sugerencia es el que posibilita la comunicación entre el escritor y el lector. Narrar es para mí también ofrecer al lector imágenes poderosas dentro de un minimalismo elegante, sutil, que eleve los pequeños gestos a la altura de grandes mensajes. La literatura se mueve entre lo que se dice y lo que se calla y, en muchos casos, lo no dicho es mucho más significativo que lo mostrado. Para mí, el relato se parece a un iceberg: lo que muestran las palabras es la parte de arriba, la parte visible, pero lo que se oculta bajo ellas es más grande, resulta imprevisible y quizás produzca un cierto temor. El lector tiene el poder de dotar de sentido a esta masa sumergida. Sólo sugiriendo es esto posible.

-¿Contra qué etiqueta se rebela?

Ninguna en concreto. Es justo que me definan como «joven autora» o «escritora que debuta en la narrativa» porque soy ambas cosas, no tiene nada de malo o de incómodo. Quizá la etiqueta de escritora realista y «americana» es muy matizable. El tono realista de mis relatos viene dado por el hecho de que los ambientes y los personajes que los habitan no difieren de los que podemos encontrar en nuestra familia, al tomar el ascensor o en la sala de espera del dentista, pero no hay ni rastro de retrato costumbrista, ni de detallismo prolijo o de denuncia social. Los personajes tampoco se mueven en gasolineras de Texas, ni su moralidad es propia de la sociedad americana. Juego en el campo realista pero en equilibrio, como una funambulista sobre el alambre, pasando de puntillas, con imágenes simbólicas que pretenden estar cargadas de destellos emocionales e incluso poéticos.