Al buscar «baldío» en el diccionario (o en T. S. Eliot) se encuentra uno con adjetivos desesperanzadores: vano, infundamentado, vagabundo, perdido, desocupado o sin oficio... con lo que no sé yo si está bien escogido el título de este estupendo libro del autor y crítico Alfonso López Alfonso (1977), pues el tiempo que nos cuenta nada de baldío tiene y todo de fundacional. En sus breves capítulos, suele aclarar las cosas al principio: «Soy aldeano de nacimiento y desconfío de los lugares grandes, de las ciudades, de todos los sitios donde la gente no se conoce personalmente» o «El destino de un hombre es su aldea». No habla bien de sí mismo: «Casi cada mañana he de explicarme de nuevo las cosas, el «abc» de la supervivencia, de dónde vengo, adónde voy, con quién y por qué» o «Nunca he sido capaz de captar los matices», o recuerda que «Matar es sobrevivir y sobrevivir es estar bien adaptado». Delimita el país del que habla: «Si tuviera que elegir un país ideal creo que sería un país muy pequeño, una lengua de tierra que abarcaría más o menos, de Este a Oeste, desde el concejo de Salas, en Asturias, hasta la comarca del Bierzo, en León». También el tema central (aunque pienso que el tema es otro, es Moncóu, su aldea canguesa): «En el cine y en la literatura siempre me han atraído las historias de familia y los conflictos generacionales» y «La familia es como una enfermedad, no se puede elegir, sólo soportar» o «Soy de los que piensan que para que las relaciones entre un padre y un hijo sean fructíferas, provechosas para ambos, tiene que haber algo de cariño y bastante odio». Por lo tanto, parece pensar el narrador, contemos la aldea y la familia de un lugar reducido mientras me iba formando, mientras no sabía quiénes eran T. S. Eliot, Christa Wolf, Carson McCullers, Verlaine, Kurosawa, Giono, Pessoa, Engels... y tantos y tantos (y demasiados tantos) citados. Es decir, vayamos a las fuentes, a lo originario... no a lo baldío.

En fin, manías mías, que conozco la zona, pues sobre una de sus comarcas escribí un libro y en otra estuve, eran los principios de los ochenta del XX y a ella se refiere Alfonso López Alfonso, sobre todo, a punto de comer una cucaracha, me dieron literalmente gato por liebre, rescaté a un jefe de estudios de una escombrera adonde lo habían desplomado los alcoholes ingeridos, intenté dormir con abrigo y guantes y gorro de lana y bufanda en una pensión para protegerme, en vano, de un frío del que ni hoy he conseguido despojarme, dormí en otra habitación de alquiler presidida por el retrato de un marcial José Antonio Primo de Rivera (pleonasmo) y llegué a beber vino más sólido que líquido (no es oxímoron). Pero lo que a mí me daría para una novela picaresca o acaso de aventuras o muy probablemente de abuelo Cebolleta, a nuestro autor le da para responder a esas preguntas que cada mañana se plantea, según quedó dicho. Y, aun siendo escasísimo mi interés por las autobiografías de infancia y juventud, militando más bien entre quienes arrojan lejos de sí tales engendros onanistas y aburridísimos e iguales entre sí por lo general (el padre no sé qué, la madre no sé cuánto, el río, los hermanos, las casas...), me comí El tiempo baldío de una sentada feliz y corrí a darle las gracias a su autor por SMS. Porque todo lo narrado, todo lo que en otras manos resultaría un pestiñazo de marca mayor, un ejercicio de autolástima insoportable, López Alfonso lo convierte en un relato fluido, donde la anécdota cuadra y, grandísima virtud, donde el prisma de la comprensión, de la piedad, de la mirada sosegada ante la insensatez humana ajusta lo narrado. Es justo lo contrario de una exhibición: es un acercamiento lleno de modestia a lo que uno fue, como de puntillas, sin juzgar, sin ajustar cuentas a navaja libre. Viva recomendación.