Nlo existían ni la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias ni «Oviedo Filarmonía». La temporada de ópera de Oviedo podía describirse como un festival inmerso en un peligroso proceso de decadencia, el auditorio Príncipe Felipe era el viejo depósito de aguas de la ciudad, el teatro Campoamor esbozaba, en la vanguardia española del momento, la gestión pública de su actividad tras décadas de arriendo de la sala, aún sin definir claramente su perfil y tras salir de una de sus múltiples reformas. No existían ni las Jornadas de piano, ni los ciclos de conciertos de orquestas invitadas, sólo la actividad de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, y la antigua Sinfónica del Principado pasaba a mejor vida para abrir camino a un nuevo proyecto de mayor ambición artística. Todo ello en lo que se refiere a la capital. En el resto de las principales ciudades del Principado la actividad musical estaba bajo mínimos. Por supuesto, las propuestas estivales eran rarezas propias de otras latitudes y la zarzuela llegaba a los escenarios de vez en cuando, con buenas toneladas de caspa en las esporádicas representaciones que se realizaban.

Indudablemente se vivía en 1988, cuando vio la luz este suplemento de «Cultura», un momento de cambio, en una crisis de crecimiento que estaba a punto de revolucionar el modelo cultural de Oviedo y Asturias, ante una sociedad inclinada históricamente hacia la música y que esperaba ansiosa cambios en la oferta que vendrían determinados por un vuelco en los modelos de gestión: paulatinamente se iría abandonando el amateurismo para comenzar un tránsito hacia una gestión profesionalizada. Lo que era una actividad fragmentaria se fue asentando como la industria cultural que hoy es. No fue algo repentino, sino que se produjo de forma gradual, en forma de una mutación escalonada que generó más de una crítica proveniente del «establishment» del antiguo régimen, pero que el público aceptó de forma masiva y entusiasta.

Poco a poco el panorama se transformó y los escépticos acallaron sus reticencias ante el empuje de una realidad que superó con creces las previsiones más optimistas. ¿Quién hubiera pensado entonces que el teatro Campoamor tendría actividad lírica -ópera y zarzuela- nueve o diez meses al año? Muy pocos hubiesen realizado semejante vaticinio. O que de algunos títulos se realizasen hasta ocho funciones y que la ópera asentase cinco sesiones en algunos proyectos. Es un cambio radical que apenas atisbamos desde la realidad de cada día. Todo ha crecido, desde la educación de los profesionales de la música -ahora el Conservatorio Superior Eduardo Martínez Torner «importa» estudiantes de otras comunidades-, y dos orquestas profesionales dan muestra de su nivel de calidad en proyectos de rango internacional a través de giras y grabaciones y comparten escenario en Oviedo con algunas de las primeras formaciones mundiales. La capital ha conseguido hacer proyectos conjuntos con los centros de referencia de ciudades como Londres, París, Berlín o Roma, en un alarde al alcance de muy pocas ciudades españolas. La mejora de la calidad se ha mantenido con estabilidad asombrosa, incluso en años tan difíciles como los actuales en los que la merma derivada de la crisis ha tenido menos impacto que en otros territorios de voraz crecimiento y luego vertiginosa caída, frente a este modelo asturiano de crecimiento paulatino y siempre realizado de la mano del público. Con Oviedo como gran generador de recursos, el resto de la región también ha experimentado un importante crecimiento. Mil números después de aquel primer «Cultura» toca ahora gestionar la escasez y, sobre todo, prepararse para la salida de la crisis, en la generación de proyectos que contribuyan a dar un salto significativo en la consolidación de la música, seña identitaria y patrimonial clave del Principado de Asturias.