La novela empieza con una entrevista al autor. En realidad, una irreal forma de promocionar lo que viene desde el principio, sin más fin que empezar con una buena broma bomba. Porque El general y la musa es un artefacto de humor explosivo con una onda expansiva que no deja títere con cabeza. ¿Un escritor español que no frunce el ceño al escribir y se permite inventarse la «vida disipada y bohemia de Francisco Franco en la Mallorca de 1933»? No puede ser. Pero lo es. Frótense los ojos: antes de convertirse en el salvador de la patria y demás milongas, el futuro Generalísimo, o Comandantín cuando pasó por Asturias, escribe un diario delirante en el que se mezclan intrigas, obsesiones, misterios, pesadillas y aventuras, con entradas y salidas de gentes como Robert Graves, Juan March o la mismísima (agárrense que vienen curvas) ¡Patricia Conde! Y Román Piña Valls va (o viene) y lo cuenta.

Atención, pregunta: ¿Cómo surge una obra tan inclasificable como la suya con un personaje tan clasificado como F. F.? «Surge de una tarde de verano de tertulia con demasiado whisky, en 2010 en Barcelona, seguramente a cuento de la omnipresencia en los medios de comunicación del famoso fiambre». Tenga cuidado, a la literatura de humor no se la toma muy en serio en España, se la considera «menor» ¿Cómo lo lleva? «Lo llevo con resignación. Si no cuela como literatura, quizá debería probar a venderla como medicina». Una curiosidad: ¿qué parte de la construcción del libro le dio más quebraderos de cabeza, o migrañas creativas? «La trama «policial» de Franco investigando el rastro de Chopin, porque tenía mucha documentación sabrosa que quería aprovechar y hacer digerible».

No se ofenda, pero... ¿le llegó a coger algo de cariño a Franco? «A mi personaje, por supuesto. Me lo he pasado muy bien con él. Coger a un militar y arrastrarlo a la bohemia y la pasión por el jazz y la poesía, manejarlo como a un títere, ha sido una fiesta. Hay que decir que la traición a la verdad histórica del personaje es parte de la gracia del juego. No hubiese sido lo mismo hacerle pasar por eso a otro personaje histórico».

A la vista de los ingredientes ultrasorprendentes y superdelirantes que se cuecen en el libro, cabe preguntarse si desechó alguna idea por disparatada o las incluyó todas. Vamos, que si se cortó un pelo o se dejó la melena. «Me temo que no deseché ninguna. O no lo recuerdo. Lo escribí despacio, de modo que ya fui plasmando cada situación tras cierta reflexión».

Siendo una desaforada comedia, o una punzante farsa que hubiera encantado a Berlanga, sin ir más cerca, la novela no se queda sólo en los parajes del humor. Es un torbellino imprevisible de géneros, una demostración de fuerza narrativa y de capacidad de cambiar de registro a bote pronto, un ejemplo de cómo dialogar con gracia aunque se hable de desgracias y un medio infalible para hablar de hoy sin salir del ayer. O al revés.