Nacida en 1925, el mismo año que Ángel González, Julia Uceda es una de las pocas voces vivas y activas de su generación, la del cincuenta (aunque ella siempre se empeñara en marcar distancia de sus compañeros generacionales y no soliera ser incluida en antologías y recuentos).

Inició su obra en 1959 con Mariposa en cenizas, un libro intimista y de un formalismo que pronto dejaría de lado. Se aproximó a la entonces llamada poesía social con Extraña juventud (1962) y Sin mucha esperanza (1966), y encuentra luego su voz más personal con Poemas de Charre Lane (1968) y, sobre todo, Campanas en Sansueña (1977), obras escritas ya fuera de España, durante sus estancias como profesora en Estados Unidos e Irlanda.

Regresada a España, retirada en Galicia, su poesía se va haciendo más esencial, más atenta al misterio de las cosas, al mundo del sueño y a los recuerdos que parecen venir de antes de nuestro nacimiento.

Escritos en la corteza de los árboles lleva como prólogo una especie de ajuste de cuentas generacional y un intento de formular en términos conceptuales su poética. "Nuestra generación -leemos- no fue capaz, por circunstancias obvias, de advertir ni desenredar eficazmente los hilos espesos que la enredaron y confundieron. De ahí que la literatura que la representa ahora nos parezca débil y vacilante a la hora de demostrar la tímida honradez que algunos mantuvieron y, sobre todo, la reacción libre y personal de algunos ante determinados hechos de la historia que vivían". Son afirmaciones demasiado imprecisas, que no dan nombres ni distinguen etapas. "Por razones conocidas -añade-, los únicos caminos que se podían recorrer eran los que el poder marcaba". No resulta enteramente cierto, al menos en los nombres más memorables, como Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, Manuel Mantero o Aquilino Duque, por citar poetas de diferente ámbito ideológico.

Distingue Julia Uceda entre los escritores de versos y los poetas. El trabajo de los primeros sólo requiere "dominar determinada información técnica y temática y algo de buen oído a fin de no romper el ritmo del idioma"; buscan la precisión y la claridad, la destreza expositiva. Pero la poesía, se escriba o no en verso, "es oficio más complejo"; se trataría de la memoria "de algo conocido en otra forma de vida y recordado por el alma", "de un sexto sentido que trasciende experiencias objetivas que le vienen al poeta de lugares remotos".

A los ritos y a los mitos ancestrales, al jungiano inconsciente colectivo, remiten los mejores poemas de Julia Uceda, escritos como sin entenderlos del todo, como quien cuenta un sueño que no acaba de comprender.

No son poemas fáciles. Se nos escapan en una primera lectura, parecen cerrarse sobre sí mismos e incluso incurrir en algún aparente balbuceo o torpeza expresiva. Claro que hay excepciones, los poemas más breves, los menos interesantes. Curiosamente entre esas excepciones se encuentran el primer y el último poema del libro y resulta extraño que la autora haya colocado en lugares tan significativos poemas tan poco significativos de su manera de escribir. El primero nos cuenta en verso una anécdota que ya se nos había contado en prosa en el prólogo, sin añadir matices nuevos; el último recurre, con no demasiado acierto me parece, a la ironía.

Los poemas se traducen "de un idioma perdido", "de una lengua olvidada", lo mismo que los mitos y los sueños. En ellos se entremezclan anécdotas personales -"confusa la historia / y clara la pena", como en los versos de Machado- con personajes históricos. En el poema "Álbum", la fotografía de una casa abandonada se asocia con "la batalla de Borodinó, uno de los retratos que Munch hizo de Nietszche, Hirohito y su guerra y, finalmente, Albert Camus y la renuncia del emperador a su condición divina". La autora confiesa en el prólogo no poder dar razón de esas coincidencias: los poemas los escribe una mano que puede no ser la suya. Parafrasea una afirmación de Jung: "Quizá mi verdadero yo es alguien que no soy yo".

Si hubiera que destacar algún poema, subrayaríamos el titulado "Shirayuki" (un famoso personaje del manga japonés se llama Mizore Shirayuki, las referencias de Julia Uceda tienen los más variados orígenes). "El potro blanco, como llama de nieve, / salta hacia la ventana", comienza. Pero tras esa impactante imagen visual el poema continúa por otro camino que rompe las expectativas del lector: "Estoy allí sin estar: / lo pasado, bulto negro, musita no sé qué, / bisbisea? No se entiende (las crines / mueven el aire, ahuyentan la sombra), / más que a otra voz de acento detenido, / de otros mares, de otros medicamentos / (porque estoy enferma, me digo) para / enfermedades de muchedumbres, / de los que no hablan derecho / de los que muerden letras y sonidos que sangran / sobre las mesas, / de esas mismas figuras que un día alguien / hirió con una piedra en otra".

Los poemas de Julia Uceda siempre ofrecen algo distinto de lo que esperábamos. Su música es asordinada y atonal, nada acariciadora ni mucho menos adormecedora, al contrario de la de tanta poesía bien hecha y consabida. Se leen como fragmentos de un libro sagrado escrito en una lengua muerta y traducidos por alguien que no la conoce del todo. La verdad que encierran no puede ser expresada plenamente, sólo vislumbrada. Ni siquiera la autora acierta a explicárnosla, aunque lo intenta prolijamente en el prólogo al volumen. En esa imposibilidad está la grandeza de esta poesía. Y su riesgo mayor.