Salinas (Castrillón),

Mario D. BRAÑA

«Eso puedo hacerlo yo». La frase, que podría pasar por la versión asturiana del «Just do it» («Hazlo») de Nike, es de José Seguín cuando vio a unos chavales en piragua por la ría de Avilés. Una sentencia que no tendría nada de particular si no fuese porque Seguín tenía 19 años y apenas había hecho deporte. Bastante tenía con el ejercicio que hacía en casa, donde había trabajo de sobra para toda la familia.

La casería de los Seguín estaba en Las Bárzanas (Castrillón), a siete kilómetros de Avilés. Una distancia que José tuvo que cubrir a pie cuando se decidió a pedir una oportunidad: «Fui hasta el gimnasio del Club de Mar para decirles que quería hacer piragüismo. Allí estaban los hermanos Jarry, que me dijeron que me agarrase a una barra y subiera a pulso. Cuando llevaba veinte me dijeron que parase. Estaba muy fuerte por el trabajo de casa».

Tanta fuerza le sirvió de poco cuando intentaba mantener el equilibrio en la piragua: «A partir de los 70 vuelcos dejé de contar», recuerda. El problema no era sólo la frustración, sino las consecuencias del baño en las contaminadísimas aguas de la ría de Avilés: «Aquello era un infierno. No me imagino a los chavales de ahora en aquellas condiciones». Y, además, con la oposición del padre.

«Discutí mucho con el porqué yo era el hermano mayor y quería que diese ejemplo», explica comprensivo Seguín, que encontró en su entorno una aliada fundamental: «Mi madre fue mi mayor cómplice, todos los días me lavaba la ropa de entrenamiento. Fue la persona que más me ayudó». Así, a trancas y barrancas, José Seguín fue haciéndose piragüista: «A los dos meses fiché por el Náutico Ensidesa. Me dieron un chándal y, con una piragua medio podre, ya les metía mano a algunos».

Su fuerza de voluntad -«llegaba a casa a las 12 de la noche y a veces me levantaba a las 6 para ir a correr»- y la llegada al club de un entrenador vallisoletano, Julio Fernández, dispararon su progresión. A los dos años, en 1973, ya lo convocaron para la selección. Con ella se fue a Rumanía para mejorar su nivel: «Aquello era el cielo del piragüismo, pero pasamos tanta hambre que llegamos a comer cerezas con bicho».

«Sólo con mirar ya aprendías de ellos», destaca Seguín en referencia al entrenador rumano. Tras una prueba con el candasín Palmeiro, Seguín encontró en 1975 a su pareja ideal para llevar un K-2 competitivo a los Juegos de Montreal, el leonés Guillermo del Riego: «Tenía unas condiciones estupendas. Habíamos ganado en 1.000 metros, pero el entrenador nos pidió que hiciéramos también el 500. Y con posibilidades de luchar por medalla porque, si no, no te llevaban».

Han pasado casi 32 años, pero Seguín tiene todavía grabada a fuego su participación olímpica. Sobre todo la prueba de 500 metros: «Ese recuerdo me ha hecho llorar muchas veces. Salimos tan disparados que a mitad de carrera empecé a ver la bandera y el himno en nuestro honor. Lo vi tan cerca que apreté aún más, descompensamos la palada y en cien metros lo perdimos todo».

Por centésimas, el K-2 español se quedó sin la medalla de bronce: «Para Del Riego, que estaba empezando, el cuarto puesto era un éxito. Yo estaba desconsolado. Me costó horrores pasar el control antidopaje». Al día siguiente tenían la posibilidad de revancha, en la final de 1.000 metros, pero habían quemado sus naves: «Salimos desinflados. Intentamos controlar y no pudimos pasar del quinto puesto». Seguín cobró por los dos diplomas olímpicos 250.000 pesetas, una recompensa que lo «animó» a colgar la pala.

«Me fastidiaba no poder tomarme la revancha en Moscú, pero entre eso y unos problemillas con la Federación decidí dejarlo», señala Seguín, que tuvo la oportunidad de vivir los Juegos desde otra perspectiva. A Seúl 88 fue como entrenador del equipo de canoa, deprisa y corriendo: «Me llamaron un mes antes y no tuve tiempo a nada». Y en Barcelona 92 estuvo de turista, lo que le permitió disfrutar como un espectador más.