Se nos ha ido el Mangas. Ha colgado las botas ya gastadas de la vida, las que no tienen marcha atrás, él, que fue sabio, sobre todo, en volver. Era sencillo y bueno. Humilde, poco expresivo. Nada dado a las declaraciones altisonantes ni a los titulares de primera página.

-Míster -le preguntaban los periodistas-, ¿qué le parece el partido de mañana contra el Betis?

-La pelota está en el tejado.

Cuando no entrenaba buscaba refugio y amigos en los bodegones y las tascas hondas y de mucho fundamento de la calle Ibiza, donde compartía vecindad y cañas con Pancho Puskas y «Fifirichi» Mateos. Algunas veces también acompañaba Alfredo di Stéfano y otros notables blancos que en aquellos años setenta ya apuntaban cintura prominente.

Luis Molowny fue entrenador intermitente, apagafuegos y hombre talismán en cuatro etapas diferente de la historia madridista: 1974, 1977-1979, 1982 y 1985-86. Sustituyó a Miguel Muñoz cuando éste perdió el favor de los resultados, casi veinte años después de que Bernabeu lo elevase a los altares del banquillo merengue. Dio el relevo y tuvo que relevar a Miljan Miljanic. Hizo lo propio con Vujadin Boskov y al final también tuvo que meterse en calderas cuando Amancio Amaro entregó la cuchara. El balance de las sustituciones se resume en tres ligas, dos copas de la UEFA y dos copas de España. Santiago Bernabeu siempre tuvo en él una confianza ciega.

-Es de la casa, es honrado y sabe de fútbol.

Así, pues, Molowny siempre estuvo a pie de obra, humilde y fiel, para hacer sustituciones, de correturnos y para arrimar el hombro. No le cegaban los focos ni la fama ni el dinero. Prefería los bastidores al escenario y la cocina al comedor de las celebraciones. Entraba en la escena y la abandonaba con la misma naturalidad. Y era, al estilo Bernabeu, morigerado y sencillo en sus gustos y atuendo, frente a los metrosexuales de sus chicos, los futbolistas, que por aquellos años ya se apuntaban a la moda y a la última. Eso sí, en verano se calaba las Ray-Ban y los zapatos de rejilla. Al final de su vida deportiva -puesta en agujas la quinta del Buitre con su primera Liga- tuvo premio y reconocimiento. Y cansado ya o añorante de su tierra, con Vicentón del Bosque de capataz en la Ciudad Deportiva, se volvió a las Afortunadas. Porque él era hijo al menos de tres islas: la de Tenerife por nacimiento, la de Gran Canaria por adopción, y también, aunque en dependencia más lejana, de la grande Irlanda, de la que provenían sus antepasados. Lo delataba el apellido, el pelo rubio y los ojos azules. Volvió a Madrid en 2001 a recoger la insignia de oro y brillantes que le había concedido Florentino Pérez.

Pero la vida de Molowny no acaba con estas razones. Ésta es sólo su segunda etapa. Antes había entregado once años de su vida como jugador -de gran jugador- a los colores blancos. Fichó por el Real Madrid en 1946, en otra maniobra en la que Santiago Bernabeu le ganó por la mano al Barcelona, y fue una de las figuras del club en aquellos años de la posguerra, mientras se esperaba la llegada de Alfredo Di Stéfano y se construía el nuevo Chamartín. Y tampoco en esa etapa sumó mal palmarés: dos ligas, una copa de Europa, una copa de España y 89 goles de bandera. Con la selección formó delantera (Basora, Molowny, Zarra, Panizo y Gainza) en el Mundial de Brasil de 1950. Y fue luego seleccionador nacional, en triunvirato con Miguel Muñoz y Salvador Artigas.

Por razones de edad nunca lo vi de corto. Rienzi, Sarmiento Birba, Antonio Valencia, Ruango?, en fin, la vieja guardia del periodismo de aquella época, dejaron constancia de un futbolista rápido y muy técnico. Fino regateador, con la peculiaridad de que siempre se cogía las bocamangas de la camiseta con los dedos, como los modernos del estilo «grunge». Era su manía o costumbre, de ahí, el Mangas. La comparación y la imagen más comprensible del futbolista se la escuché al periodista canario Antonio Lemus: «Molowny jugaba igual, quizá mejor, que Butragueño».

Por encima de todo, Luis Molowny encarnó, como pocos, las mejores virtudes perdidas del madridismo.