Battambang (Camboya),

Nacho AZPARREN

La trascendencia del fútbol español se puede observar en los pequeños detalles, en las actividades menos esperadas. Como en una frontera. El paso de Tailandia a Camboya, en la localidad de Poipet, es un buen ejemplo. El mero trámite de mostrar el pasaporte se convierte en una oda al buen gusto. «¿España? Tenéis el mejor equipo del mundo. Suerte para esta noche», chapurrea en inglés el policía con una sonrisa de complicidad. Es el día de la final del Mundial y en Camboya nadie se la quiere perder.

En Battambang, al noroeste del país asiático, España tiene una de sus aficiones más fieles. No importan las horas intempestivas a las que se juega la final ni que los camboyanos se decanten por el volleyball como deporte nacional. Ni siquiera que muchos desconozcan la regla del fuera de juego. El día de la final Battambang anima a España. La explicación a esta repentina pasión por el equipo de Del Bosque la tiene el Centro Arrupe. Tras diez años de actividad incesante con las clases más desfavorecidas de la ciudad, la labor del jesuita asturiano Kike Figaredo, prefecto apostólico de Battambang, ha calado de tal manera que muchos sienten España como su segunda casa.

La final de un Mundial es un acontecimiento histórico y el Centro Arrupe se viste de gala para la ocasión. Los treinta voluntarios españoles que se encuentran colaborando durante todo el verano en dicho centro se encargan de poner colorido. De la organización se encargan los cuatro jóvenes voluntarios de Kike Figaredo durante el último año: su sobrino Pablo Figaredo, Javier Álvarez, Juan Mora y Arturo Benito. Todos tienen un perfil común como aficionados al fútbol. Nacidos en la década de los ochenta, no tienen más opción que asociar la imagen de la selección española a los fracasos sonados. Es la generación del codazo de Tassotti en los cuartos de final del Mundial de EE UU, de la guerra civil entre Clemente y la prensa o del arbitraje de Al Ghandour en el Mundial de Japón. Pero también representan la generación que vio desaparecer todos los fantasmas hace dos años en Viena con la consecución de la Eurocopa. Por eso son optimistas antes de la final.

Banderas de España, de Camboya y de Asturias adornan la sala en la que un modesto proyector emitirá la final sobre dos largas sábanas blancas. Un centenar de camboyanos asiste a la fiesta española. Se sienten parte de ella, aunque muchos no saben muy bien cómo actuar. Esperan a ver qué hacen los españoles para imitar sus gestos y reacciones. Bien sea por el desconocimiento del deporte o por el pobre espectáculo de la primera parte, los camboyanos encuentran motivos de sobra para vitorear las amarillas que reciben los holandeses. Al resto del encuentro le sigue una tensa espera. Todo el mundo se teme que se resolverá en los siempre temidos penaltis.

Pero todo cambia alrededor de las cuatro menos cuarto de la madrugada. Justo en el momento que Andrés Iniesta recibe un pase de Cesc en el área holandesa. Cuando el manchego encaró a Stekelenburg a escasos cinco minutos del final de la prórroga, la realidad pareció distorsionada. Por un momento, el gigante meta holandés no lo parecía tanto. El pie del genio de Fuentealbilla, por su parte, daba la impresión de adquirir dimensiones descomunales. La bota del manchego calzaba en ese preciso momento las esperanzas de 44 millones de españoles que esperaban ansiosos su momento de gloria en el panorama mundial.

Pero no se debe limitar el triunfo español al territorio nacional. Si algo ha tenido esta selección es que ha sabido ganarse el respeto de los aficionados en todos los rincones del planeta y las portadas de la prensa internacional dan buena fe de ello.

La victoria de España en el Mundial sudafricano ha sido el triunfo de los amantes del buen fútbol, y éstos superan el territorio de nuestras fronteras. Los ecos de la victoria llegan mucho más lejos. A Camboya, por ejemplo.