El Barcelona no se la jugó ayer, cuando concedió oficialidad al cambio en el banquillo, sino hace cuatro primaveras. En la transición de Rijkaard a Guardiola sí estuvo en cuestión el modelo de club, una forma de entender el fútbol que lo hace diferente a la mayoría. La directiva presidida por Joan Laporta pudo caer en la tentación de contentar a los que pedían un «entrenador sargento», para meter en cintura a una plantilla que se había desbocado por la falta de compromiso de sus estrellas de entonces (Ronaldinho, Deco, Eto'o) y la complacencia generalizada. Laporta pudo ofrecer un nombre y calmar durante un tiempo a una afición que reclamaba mano dura y títulos, como si hubiera entrenadores que ganan siempre.

Afortunadamente para el barcelonismo, y para el fútbol en general, Laporta respetó el modelo instaurado por Cruyff, que desde 1990 ha llevado el club desde la mediocridad y el victimismo a la cima del fútbol mundial. Y no lo digo por los títulos (once ligas, cuatro Copas de Europa, cuatro Copas del Rey, dos Copas Intercontinentales, cuatro Supercopas de Europa), sino por un estilo que tiene el balón y el ataque como referencias irrenunciables. Cruyff puso la semilla, Rijkaard lo retomó en un momento difícil y Guardiola lo ha llevado a la excelencia.

Sandro Rosell, que en su etapa de vicepresidente de Laporta quiso cargarse a Rijkaard para sustituirlo por un entrenador en otra onda, Scolari, ha aprendido la lección. Se ha dado cuenta de que pueden discutirse los nombres, pero no la idea. Y si se trataba de dar continuidad a la obra de Guardiola, nadie más indicado que Tito Vilanova. En realidad, el Barça cambia para seguir igual. Vilanova y Guardiola son lo mismo en lo esencial. Ven el fútbol con los mismos ojos, saben cómo trasladarlo a la plantilla y conocen la casa al dedillo. Sólo queda la duda de si Tito sabrá manejar todo lo que hay alrededor del fútbol. Si en un momento dado, cuando sus futbolistas más lo necesiten, será capaz de salir a la sala de prensa del Bernabeu y soltar: «Eh, José, aquí estoy, que soy Tito».

Guardiola había vivido tanto en el fútbol al más alto nivel que ya tenía callo cuando se sentó en el banquillo del Barcelona. Una experiencia que le ha permitido sobrevivir a las campañas de descrédito organizadas desde el poderoso aparato mediático madridista. Mientras todo el mundo se rendía al embrujo del Barça, un pequeño pero ruidoso reducto sólo encontraba peros y motivos para incordiar. A Guardiola lo han criticado por su forma de vestir, de pensar, de hablar e, incluso, de callar. Por eso hay que agradecerle, además de estos cuatro años de fútbol supremo, que no haya descendido al escenario barriobajero que le proponían algunos un día sí y otro también. Ése es en definitiva, en la hora del adiós, su título más importante.