El baloncesto lleva tiempo dando lecciones a otros deportes en muchos sentidos. Sus protagonistas, jugadores y entrenadores, suelen tener un conocimiento de la materia muy superior a otras modalidades deportivas. Las aficiones, incluso las más pasionales, raramente pierden las formas. Los árbitros huyen del protagonismo y, en caso de necesidad, tiran de tecnología. Lo peor del baloncesto es el bagaje que tiene que pagar para financiarse: el exceso de tiempos muertos, incluido el que decide la televisión, megafonías atronadoras y una invasión publicitaria que acaban afectando al propio juego. El jueves tuvimos el mejor ejemplo, en una acción que acabó determinando el desarrollo de la Copa del Rey. Con tres puntos abajo, el Madrid apuraba su última posesión ante el sorprendente Morabanc Andorra cuando Llull pisó la línea del centro del campo. Era balón para el Andorra, pero los árbitros no pitaron, Llull asistió a Randolph y el partido se fue a la prórroga, cómodamente ganada por el Madrid. Da la casualidad de que Llull comete la infracción sobre el logo del patrocinador, justo en una zona donde la raya desaparece. ¿Se imaginan lo que ocurriría en un partido de fútbol si un árbitro se traga un penalti porque la frontal del área está difuminada por la publicidad, pongamos por caso, del Banco Santander?