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Pescador

Experiencias prácticas en la pesca del salmón

Las emociones de las diferentes artes en los ríos asturianos

Experiencias prácticas en la pesca del salmón

Los salmones pequeños pescados a cucharilla en aguas tranquilas desde el pedregal no producen, salvo para los principiantes, demasiada emoción. En estas condiciones favorables del río sólo los salmones a mosca te hacen temblar las rodillas, porque unen a la emoción de la picada el elevado riesgo de que se suelten; pero lo realmente emocionante es prender un salmón, cuanto más grande mejor -por supuesto-, en una situación difícil, como puede ser una corriente muy impetuosa o una mala orilla con mucha arboleda, o infranqueable, cuando tienes, quizá, que tirar la caña al río y recuperarla como puedas aguas abajo (no me gustan las orillas del río urbanizadas); al menos para mí, siempre fue mucho más emocionante conseguir un salmón en solitario que en compañía de alguien que te ayude. Contra lo que mucha gente piensa, cuando estás pescando desde el pedregal el método más seguro de echar el salmón a tierra no es el gancho (sobre la sacadera no tengo experiencia), sino la mano, si se sabe hacer correctamente: primero, debes orillar el salmón preferentemente aguas arriba de tu posición, situándote así a su cola, hasta dejarlo "de tabla", acostado sobre las piedras, con la caña en la mano izquierda si estás en la orilla derecha y viceversa, de tal modo que puedas agarrar el "muñeco", la cola del salmón, con la otra mano de forma natural, con los dedos apuntando hacia la cabeza, levantando ésta al mismo tiempo con la caña (con la línea corta), haciendo así una comba con el salmón para que éste no se escurra. Nunca se me ha ido un salmón agarrado en esa forma, porque no se mueven; con el gancho, en cambio, tuve malas experiencias pues más de una vez me rompieron la línea al intentar ganchear al salmón: en una ocasión, por dos veces seguidas en el mismo día, primero a mi compañero y después a mí.

Hoy se me ha ocurrido hablar de salmones difíciles de engañar, transmitiendo a los lectores algunas experiencias que quizá puedan serles útiles algún día.

Comenzaré con uno a mosca, en la Llonga, en el Narcea. Yo estaba pescando desde la orilla derecha, desde el pedregal, y cuando ponía la mosca en una determinada zona, muy cerca de la orilla contraria, con un lance obligado bastante transversal, salía un salmón a cogerla sin que yo notara tirón alguno; lo dejaba descansar, cambiaba la mosca, repetía el lance y volvía a suceder lo mismo, así hasta cuatro o cinco veces seguidas. Sin saber qué hacer, me había sentado en una piedra a meditar sobre la psicología de los salmones, cuando apareció Pepe, el guarda mayor, a quien le conté lo que estaba sucediendo. Cuando veas el salmón salir, me dijo, cuentas uno, dos y, aunque no sientas nada, pegas un tirón: lancé la mosca y, en cuanto llegó a la zona, salió el salmón a seguir tomándome el pelo pero, esta vez, puse en marcha el consejo y, al primer tirón, lo enganché. Era el clásico salmón viejo, delgado y con irisaciones moradas, que, por lo visto, había aprendido a meter la mosca en la boca y a escupirla sin romperla ni mancharla.

Hubo también otro salmón a mosca especial. Pescaba en aquella ocasión en la Mecedura de Ponga, en el Sella, donde llegaban pocos salmones antes de la época del desove. El pozo se prestaba para pescar fundamentalmente a cebo, desde la orilla izquierda, y así probé durante un tiempo, pero sucedía que cuando alargaba el cebo unos quince metros río abajo un gran salmón saltaba fuera del agua, saltaba como lo hacen los salmones "pinchados", no se bañaba. Y así lo hizo una y otra vez cuando el cebo llegaba a su postura; yo lo dejaba descansar o le cambiaba el cebo, pero era inútil, parecía que huía de un peligro que ya conocía. Entonces, se me ocurrió sustituir el cebo natural por una mosca y así, con la misma caña de cebo, posé la mosca en el agua y la dejé ir bajando lentamente. El lector habrá adivinado ya lo que pasó: cuando la mosca llegó al lugar donde el salmón saltaba, éste salió como un torpedo y se la tragó, lo que demuestra que, al menos en ocasiones, no hay ningún inconveniente en pescar antes a cebo y luego a mosca y no al revés, como es norma generalmente aceptada. Pesó nada menos que nueve kilos y medio.

Otro caso curioso nos sucedió en el Eo, en el lance llamado de La Negra, debajo del puente del mismo nombre. Estábamos disfrutando de la mejor semana de pesca que teníamos en el año, a principios de temporada, en la que nos tomábamos los cinco días de vacaciones mejores que podíamos soñar (duración de cada turno). El tramo acotado por Turismo se componía de varios lotes que se adjudicaban a distintas parejas de pescadores y cada una pescaba un lote diferente cada día: si te tocaba el número tres el primer día, pescarías el cuatro el segundo, y así sucesivamente. La carretera cruzaba el río en el indicado puente y, desde allí, vimos ya el primer día un buen salmón en postura. La pareja que primero pescó en la zona se pasó el día hostigando al salmón sin que éste se inmutara, y lo mismo sucedió con las demás parejas cuando les tocó pasar por el coto los cuatro días siguientes, entre ellas la nuestra: recuerdo que Carlos Orejas estuvo sentado todo el día en el pretil del puente con el cebo fijo delante del morro del salmón, fondeado por una piedra, que era lo que los pescadores de la zona utilizaban en lugar de plomos. No hay que decir que el dichoso salmón era el tema principal en la comida comunitaria que diariamente celebrábamos los pescadores en la mesa del comedor de la fonda de Jesús Rey -guarda mayor que mantenía bajo control todo lo relativo a la pesca en su jurisdicción- y todos aspirábamos a ser el afortunado que consiguiera engañar al pez. Así las cosas, la pareja que lo intentó el último día tampoco tuvo éxito, por lo que decidieron marcharse a casa después de comer. Nosotros nos quedamos y Jesús nos autorizó para echar una última varada al imperturbable salmón: mientras yo vigilaba al salmón desde la carretera, mi padre bajó al río y, ¡efectivamente!, también lo han adivinado: al primer lance de cucharilla, le picó. Nunca sabremos qué fue lo que le hizo cambiar de opinión, pero sí podemos deducir que no debemos rendirnos nunca.

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