La fortísima expansión combinada de los sectores financiero e inmobiliario fue el fundamento del raudo crecimiento entre 1997 y 2007. El estallido por la crisis internacional de la «burbuja» de deuda y ladrillo en que se sustentó aquella prosperidad vulnerable precipitó el desplome español. Ahora la salida de la crisis sigue atenazada por el entrelazamiento de ambas actividades, porque sin crédito no habrá reanimación de la edificación y sin desbloquear el mercado inmobiliario y sanear las cargas de suelo y promociones de la banca no se podrá restaurar la financiación al conjunto de la economía. Los esfuerzos para intentar salir de esta trampa mediante las sucesivas reformas financieras nacionales e internacionales han dado resultados lentos e insuficientes. Es probable que ocurra lo mismo con la que acaba de aprobar el nuevo Gobierno español.

La experiencia indica que las crisis económicas de índole financiera son siempre las más graves y las más duraderas. La actual, que va por su quinto año, lo confirma.

Las reformas financieras tratan de actuar en la «zona cero» de la explosión que devastó la economía. Si esa tarea ya es titánica, la dificultad se acrecienta por las múltiples implicaciones de un sector crucial como el financiero, que actúa como nervatura del sistema. Esa condición central y principal de la banca, sin cuyo impulso no cabe más que la parálisis de la economía, ha supuesto que sobre el sector se hayan aplicado en estos años reformas y exigencias abiertamente contradictorias según la urgencia de los fines buscados en cada momento.

El Banco de Basilea, las cumbres del G-20, la Autoridad Bancaria Europea y los gobiernos han ido superponiendo pretensiones diferentes sobre un sector al que se le ha ido pidiendo una cosa y la contraria. Se han alternado las demandas de saneamiento (consumiendo capital y recursos propios) con requerimientos, justo a la inversa, de recapitalización. Se les ha pedido que aumenten la solvencia y al tiempo que reanuden el crédito en plena escalada de la morosidad. Se les impusieron coeficientes mayores de capital por activos de riesgo, lo que les abocó al dilema de captar recursos con descuentos ruinosos al colocar sus acciones en el mercado o cerrar el grifo del crédito para aminorar los activos de riesgo.

Se les demanda que crezcan por la vía de las concentraciones pero acto seguido se penaliza el tamaño por riesgo sistémico. Se les reclama compromiso comprando deuda soberana pero, de inmediato, se les obliga a depreciar los bonos que tuviesen en sus balances. Se teoriza sobre la necesidad de evitar las «entidades demasiado grandes para caer» y, al tiempo, se fuerza a la banca a concentrarse para que perviva no más allá de una decena de entidades del centenar de bancos y cajas que había en 2008 y ello. De este modo, la próxima crisis financiera encontrará un sistema financiero con menos entidades, pero todas ellas con mucho mayor tamaño y riesgo sistémico.

Se quiere sanear la banca con las fusiones, de suerte que las entidades sanas se hagan cargo de las débiles, pero en algunas integraciones ya se ha visto cómo las entidades con mayores quebrantos y gestión más temeraria en el pasado han acabado contaminando y abocando a una situación crítica -cuando no a su nacionalización- a aquellas más sanas que acudieron a su rescate.

Al sector financiero se le ha estado pidiendo que sople y sorba a la vez. Según las necesidades de cada momento, las exigencias regulatorias se han modificado, alternando unos fines con otros, sin una secuencia coherente, salvo la de atender las urgencias coyunturales en la evolución de la crisis. Ahora se va a dar un nuevo giro de rosca.

La pretensión del Gobierno de Rajoy es forzar fuertes saneamientos (50.000 millones) con el convencimiento de que ello deparará la reanimación del crédito. Pero el anterior Gobierno ya obligó a las entidades a sanearse por una cifra superior entre 2008 y junio de 2011 sin que se tradujera en más financiación a la economía productiva.

Ahora, el Ejecutivo ha vuelto a decir que con los nuevos saneamientos de sus balances, sobrecargados de activos inmobiliarios dañados, el sector financiero podrá acudir con mayor credibilidad a los mercados del dinero para poder dar más créditos a empresas y familias. Pero los saneamientos, siendo condición necesaria, no son razón suficiente. En España siguen omitiéndose datos y variables cruciales. La ecuación, amputada de tales factores decisivos, no funciona. De nada vale simplificar el enunciado del problema si es complejo.

La banca española afronta una morosidad del 7,6% y los impagos no paran de crecer. Familias y empresas adeudan más de dos veces el producto interior bruto (PIB). La deuda exterior española (tras década y media de espolear la demanda interna con crédito exterior) alcanza el 170% del PIB. La banca española tiene que hacer frente por ello a vencimientos que este año alcanzan los 128.000 millones de euros.

Así que la banca difícilmente prestará más cuando tiene que atesorar dinero para devolverlo a sus prestamistas internacionales (España es deficitaria en ahorro) y que además ya no le refinancian porque los mercados están cerrados, cuando el país y la UE caminan hacia una nueva recesión y cuando el paro sigue creciendo, todo lo cual hace prever un aumento de la morosidad y de los fallidos.

Al forzar el ajuste de la valoración de los activos inmobiliarios embargados y ejecutados por la banca se pretende propiciar un abaratamiento del mercado inmobiliario que reanime la demanda, lo que, sumado al restablecimiento de la desgravación fiscal por compra de vivienda, persigue reactivar un sector que, si bien originó la crisis porque se sobredimensionó, podría contribuir ahora, como acaso ningún otro, para aliviar el paro.

El problema es que no basta la oferta barata para que se reactive el mercado. Se precisa además la existencia de demanda suficiente y solvente. Y la demanda necesita financiación. Pero la banca aflorará pérdidas y minusvalías latentes si ajusta a la baja la valoración de su patrimonio inmobiliario. Y ello le llevará a recortar beneficios o a reducir recursos propios. Nada de ello le permitirá alegrías crediticias.

Es probable además que el susto de esta crisis haya o esté cambiando la psicología de los ciudadanos y que reaparezca la demanda de viviendas de alquiler y ya no la obsesiva tendencia a endeudarse para comprar primera y segunda viviendas por la falsa creencia de que los inmuebles jamás bajan de precio.

El Gobierno ha dicho que un abaratamiento de la vivienda beneficiará a todos los españoles. Pero no es así. Una caída de los precios sólo beneficia a quienes deseen y puedan adquirir una vivienda. Para los que ya son propietarios, y sobremanera para los que aún no hayan acabado de pagar su hipoteca, supondrá un empobrecimiento. Un ajuste severo a la baja de las cotizaciones inmobiliarias podría implicar que muchas familias descubran que su deuda con el banco es superior al valor del bien que adquieren con ese crédito. Y desde luego una caída de precios creará problemas adicionales a las promotoras y constructoras que tengan suelo sin edificar y viviendas sin vender y cuyos costes ya no podrán repercutirlos en un mercado depreciado.

En definitiva, en la economía no hay remedios infalibles y universales y toda medicación tiene efectos no deseados y contraindicaciones. Tampoco hay atajos. Las crisis no son más que procesos depurativos, casi siempre traumáticos, de los excesos y desequilibrios en los que se haya incurrido en el pasado.

Los errores no se cometieron durante la crisis, sino antes, en los años en que todo parecía ir bien, la economía se comportaba como un caballo desbocado, la sociedad perdió la noción de austeridad y se relajó en grado extremo la percepción de riesgo. Los ciudadanos culpan al Gobierno, pero España en aquellos años redujo su déficit público e incluso durante tres ejercicios consecutivos (entre 2005 y 2007) tuvo superávits por vez primera en la democracia. Todo ello mientras, justo al revés, las familias y las empresas protagonizaban una escalada temeraria de endeudamiento con la colaboración necesaria de un sistema financiero al que la rebaja de los tipos de interés y el estrechamiento de márgenes impulsó a aumentar el número de operaciones para sostener su rentabilidad en la convicción de que la rauda revalorización de los activos respaldaba la aparente viabilidad de todos los préstamos. Aquella fiesta ahora hay que pagarla y esto, con reformas financieras o sin ellas, llevará necesariamente tiempo.

Los banqueros de las cajas medianas, camino de las fusiones

El sector financiero está al borde de otra oleada de fusiones. Se da por seguro que entrarán en juego la grandes entidades y que también tendrá un protagonismo singular un grupo de seis bancos surgidos de la reestructuración de las cajas entre los que figura Liberbank, el banco liderado por Cajastur. En las fotos, los presidentes de esos bancos: arriba, de izquierda a derecha, Braulio Medel (Unicaja), Manuel Menéndez (Liberbank) y Amado Franco (Iberbank); abajo, Carlos Egea (BMN), Antonio Pulido (Banca Cívica) y Mario Fernández (Kutxa Bank).