Desde su promulgación en 1980 el Estatuto de los Trabajadores ha experimentado innumerables reformas de mayor o menor calado, en unos casos para acomodarlo a la normativa comunitaria, en otros en un intento de alcanzar la tan manida flexibilización del contrato de trabajo, en otros simplemente para realizar ajustes técnicos. En todos los casos con un elemento común: la progresiva desregulación del contrato de trabajo y la remisión a la negociación colectiva de la determinación de múltiples aspectos de la relación, particularmente en materia de retribuciones y jornada de trabajo.

La función del derecho del trabajo no es otra que otorgar protección al trabajador, dotando de un cierto equilibrio un contrato en el que el objeto de tráfico es la persona que, al depender de la contraprestación económica de su trabajo para su supervivencia, se encuentra en una situación de inferioridad frente a quien únicamente persigue el interés económico. Ello sin tener en cuenta la influencia del trabajo en todos los aspectos de nuestra vida personal, social y familiar.

La reforma laboral impuesta por el actual Gobierno otorga al empresario poderes exorbitantes que le permiten disponer a su antojo no sólo del propio contrato de trabajo sino de las condiciones en que el mismo se desarrolla, rompiendo el equilibrio que la norma laboral pretendía dar a una relación de por sí desequilibrada, eliminando la protección legal del trabajador y debilitando al mismo tiempo la fuente alternativa de regulación, la negociación colectiva. Se instaura así un nuevo modelo de relaciones laborales, caracterizado no ya por la flexibilidad sino por la liberalización absoluta, poniendo al trabajador al nivel de cualquier mercancía que pueda ser objeto del tráfico jurídico.

Los efectos perniciosos de esta reforma son numerosos y de sobra conocidos tras las dos semanas transcurridas desde su entrada en vigor, pero merece la pena detenerse en algunos de ellos.

l La configuración del nuevo contrato para emprendedores mal llamado indefinido, además de las dudas de constitucionalidad que suscita, amplía la brecha entre trabajadores fijos y temporales, la tan mencionada dualidad del mercado de trabajo, pues no es otra cosa que un nuevo contrato temporal de un año de duración, para el que no se exige causa alguna y que puede ser libremente rescindido por el empresario sin tan siquiera la compensación de la indemnización por finalización de contrato común a todas las modalidades, actualmente de 9 días de salario por año trabajado.

l La posibilidad de que la formación en el contrato para la formación y el aprendizaje se realice en la propia empresa, junto a la reducción del tiempo de formación en este contrato, posibilitarán que su objeto se diluya convirtiéndose no en una fórmula de cualificación de los jóvenes para su acceso al mercado laboral sino en una manera de facilitar al empresario trabajadores que, realizando idéntico trabajo que el resto, resulten mucho más baratos tanto en retribución como en derechos. Esta medida, junto a la libre rescisión del contrato ordinario durante el primer año y la posibilidad de realizar horas extraordinarias en el contrato a tiempo parcial contribuirán sin duda a que la situación laboral de los jóvenes se precarice aún más.

l Se limita la protección jurisdiccional del trabajador, afectando a su derecho a la Tutela Judicial Efectiva, con elementos como la objetivación de las causas de despido objetivo, individual o colectivo, junto a la generalidad de las causas para modificar las condiciones de trabajo, cuyo objetivo es impedir a los tribunales la valoración de la razonabilidad de las decisiones empresariales; o la supresión de los salarios de tramitación, que pretende abaratar aún más el despido al tiempo que desincentiva el recurso a los tribunales y tendrá el efecto contrario, pues se elimina la exigencia de abonar la indemnización para evitar el pago de los salarios, lo que obligará al trabajador a reclamar aquélla judicialmente.

l La aplicación al personal laboral del sector público (administraciones, empresas con participación pública mayoritaria, fundaciones sostenidas con fondos públicos, etcétera) del despido objetivo y la limitación para adoptar medidas alternativas evidencia la intención del Gobierno de privatizar o suprimir servicios públicos o, en su caso, sustituir a empleados públicos por desempleados en régimen de colaboración social, es decir, sin retribución.

l Se produce un importante retroceso en las políticas de igualdad, con medidas limitativas de los derechos de conciliación de la vida laboral y personal.

l Se afecta gravemente la negociación colectiva, eliminando la ultraactividad de los convenios colectivos y facilitando la inaplicación de sus cláusulas.

Todo ello con la excusa de reducir las cifras del desempleo, pese a que no existe ninguna medida real que incentive la contratación de desempleados. Precisamente, las únicas medidas en este sentido lo que incentivan es la contratación de perceptores de prestaciones por desempleo en lugar de la de aquellos que más lo necesitan, los parados de larga duración que han agotado las prestaciones.

En definitiva, la gravedad de la reforma no sólo viene dada por el abaratamiento del despido, ni siquiera por tratarse de una reforma que, por primera vez en nuestra democracia, se impone sin haber siquiera intentado una negociación entre el Gobierno y los agentes sociales, sino porque inicia el camino hacia la liberalización absoluta de las relaciones laborales, primando la «negociación» individual sobre la colectiva y desnivelando gravemente la relación laboral a favor del empresario.