Las autoridades europeas y alemanas proponen a Portugal como uno de los ejemplos de que las terapias de ajuste severo y máxima austeridad, junto con las reformas estructurales, empiezan a dar los primeros resultados. De hecho, esta semana regresó a los mercados y logró colocar su deuda en mejores condiciones que España. Pero el Gobierno portugués, al que la UE, el BCE y el FMI califican de modélico en el estricto cumplimiento de las condiciones y contrapartidas que se le impusieron cuando el país fue intervenido y rescatado en mayo de 2011, confesó el pasado 30 de junio que no será capaz de cumplir este año el objetivo de déficit. Y ello, a pesar de que hace un año el país recibió un préstamo de 78.000 millones (31,5% del PIB del país) a un interés del 3,25%, lo que permite a Portugal financiarse a un coste que es casi la mitad del que el mercado secundario exigió anteayer al bono español a diez años.

El problema portugués tiene rasgos compartidos con el español, pero ambos países llegaron a su actual situación crítica por vías diferentes. Mientras la actual agonía española tiene su origen en la demasía de un crecimiento desbordado, con un fortísimo endeudamiento exterior para financiar una inversión y consumo trepidantes y desequilibrados durante los años de la euforia, el caso luso tiene su origen en una dilatada pérdida de pulso del país.

La lusa es una economía al ralentí, sin vitalidad desde hace una década y, por tanto, desde mucho antes de la crisis. En lo que va del siglo XXI, mientras España crecía a tasas entre el 5,4% y el 2,7% -impulsada por una de las etapas más prósperas en Europa y una política monetaria de bajos tipos de interés-, sólo hubo un año desde 2000 en que el producto interior bruto (PIB) portugués logró superar el 2% de crecimiento.

En la primera década de la centuria, Portugal acumuló el segundo menor aumento del PIB de 179 países analizados por el FMI, y el peor de la economía nacional en 90 años, según el economista luso Álvaro Santos Pereira. El año pasado, Portugal siguió en recesión, con una caída del 1,6% (España creció el 0,7%) y para este año, mientras la nueva recesión española supondrá un retroceso del 1,5%, Portugal espera caer un 3,3%.

Las políticas de ajuste y austeridad están contribuyendo aún más, si cabe, a la pusilánime pulsión de un país al que la entrada en el euro puso de manifiesto su falta de competitividad, lo que le ha llevado a un nivel de endeudamiento externo neto (el dato crucial y decisivo de esta crisis) del 115% de su PIB a fines de 2011. Se trata de un nivel récord, superior al de cualquier otro país intervenido o en riesgo de tal: Irlanda, con el 102%, y España, con el 95%, ocupan la segunda y tercera posiciones, seguidos por Grecia.

Este factor es capaz de explicar por sí mismo los males de estos países. Se trata de la posición deudora del conjunto de sus economías (sus familias, sus empresas, sus bancos y sus administraciones públicas) con el resto del mundo, por lo que es la medida exacta de su riesgo de impago en un contexto de fuerte recesión y de caída.

En el caso de las administraciones públicas, Portugal no fue capaz de alcanzar el equilibrio presupuestario ni un solo año desde la puesta en circulación del euro y sólo hubo tres ejercicios (de once) en los que no superó el límite de déficit (3%) establecido en el Tratado de Maastricht. España, por el contrario, no lo incumplió nunca hasta el estallido de la crisis en 2008 y fue capaz de consumar tres ejercicios presupuestarios consecutivos con superávit: 2005, 2006 y 2007.

En lo que va de esta crisis, Portugal acumula un endeudamiento público muy superior al español, aunque la distancia se haya recortado (en 2007 Portugal superaba en 1,8 veces el endeudamiento soberano de su vecino, mientras que hoy sólo lo rebasa en 1,57 veces), lo que pone de manifiesto que el aspecto más acuciante en el equilibrio económico español no es la deuda pública, sino su rápido crecimiento a causa del déficit anual, que en el ejercicio pasado más que duplicó el descubierto presupuestario portugués.

Este indicador está poniendo de manifiesto el otro hecho distintivo de ambas economías porque, aun cuando en ambas naciones hubo «burbuja» inmobiliaria y endeudamiento privado alentado por unos tipos de interés reales negativos, Portugal jamás alcanzó los niveles de apalancamiento privado tan disparatados como España. Esto explica que mientras las familias españolas mantienen una fortísima posición deudora (más del 80% del PIB), las del país vecino tienen una posición global ahorradora en proporción al ingreso bruto disponible.

Pero mientras la deuda pública portuguesa representa el 107,8% del PIB (en España, el 68,5%), el sector privado (familias más empresas) tiene allí unos débitos algo menores al 50% del PIB luso cuando en la economía española representan el 200%, cuatro veces más.

El mayor endeudamiento familiar y empresarial español, y la desproporción de la «burbuja» inmobiliaria, financiada con ahorro exterior, explican que el déficit del conjunto del Estado sea mucho más acuciante a este lado de la frontera.

Esto está determinado por dos hechos. Uno es el mayor hundimiento de los ingresos tributarios a causa del colapso financiero tanto del negocio inmobiliario como de otros sectores, empresas y familias que se habían sostenido con una excesiva financiación ajena y además exterior. Y el otro son los mayores compromisos de gasto corriente y del tamaño de los servicios públicos, pero también de inversión costosísima en infraestructuras descomunales, en los que habían incurrido en los años del crecimiento unas administraciones públicas que en España -alentadas por el inmenso chorro de ingresos fiscales generados por el sobrecalentamiento de la economía privada- participaron, al igual que las familias y las empresas, de un clima generalizado de despreocupación, y en el que el conjunto del país actuó de forma desbocada y optimista hasta 2008.

Todo esto es radicalmente diferente del tono general de Portugal, que llegó a su actual estado de debilidad no tanto desde los excesos como desde la insuficiencia. Mientras en los años inmediatos al derrumbe la tónica general en la sociedad española fue la de la ensoñación de un ideal de grandeza, en Portugal lo que ocurrió en ese tiempo fue la interiorización de un sentimiento de decadencia.

La diferencia radica en que Portugal es un país con menor riqueza que España (el PIB por habitante es 22 puntos inferior), tiene un mercado interior mucho más pequeño -su economía es casi seis veces menor (España representa el 12% de la eurozona y Portugal, el 2,5%) y su población supone menos de la cuarta parte que la española- y además arrastra una tradición y capacidad exportadoras muy inferiores. A ello han contribuido una tasa inflacionaria peor y una productividad por hora menor que las de España y en ambos casos pese a que el coste laboral unitario español es superior al portugués. También son determinantes la existencia de un menor número y peso de las empresas multinacionales y una mayor especialización de Portugal en productos de bajo valor añadido, que es otro grave lastre español, pero menos acusado. Y todo ello aun cuando Portugal ha realizado en los dos últimos años un mayor esfuerzo inversor en investigación y desarrollo en relación al PIB que España, a pesar de que su altísima tasa de temporalidad laboral es menor que la española y pese a que el peso relativo de la alta tecnología en el caso específico de las exportaciones nacionales sea mayor en el más occidental de los países ibéricos que en el nuestro, cuya cartera de exportaciones está más diversificada.

Este mayor poderío español en el mercado exterior, y la superior capacidad de nuestro país para compensar el decrecimiento interno con la expansión externa, queda de manifiesto en la balanza entre ambos países. Portugal es el tercer mercado exportador español y una de las naciones en las que más empresas españolas (1.400) están implantadas. La reciprocidad es muy inferior, al extremo que fue en Portugal donde arraigó en los dos últimos decenios una acusada prevención hacia la «colonización» española. España es el principal país acreedor de Portugal: la exposición española al riesgo luso sumaba el año pasado 105.000 millones (10,5% del PIB hispano). La base industrial es inferior en el país vecino. La recesión ha permitido a España contar con la contribución neta positiva del comercio exterior al PIB nacional merced a la caída de las importaciones y al mantenimiento de la cuota de mercado internacional, en Portugal el déficit comercial persistió después del estallido de la crisis y del consiguiente debilitamiento de las compras en el exterior.

Con todo, Portugal, pese a soportar la cuarta mayor tasa de paro de Europa (15,2%), disfruta de una posición mejor en empleo que España (24,6%), por más que ambas cifras deban tomarse con alguna cautela porque se trata de naciones con acusadísimas economías sumergidas: en torno al 25% del PIB.

La mayor factura por prestaciones sociales en cobertura del desempleo por el muy superior peso del paro en España es otra de las causas de que el déficit español rebase con creces el descubierto anual de Portugal, aun cuando la deuda soberana acumulada sea muy superior al otro lado de la frontera. Y esa diferenciación en el comportamiento del mercado laboral sigue agudizándose porque desde que en 2010 empezaron los ajustes, el paro creció el 1% en Portugal y el 4,3% en España.

En este contexto, el Tesoro portugués volvió a acudir el martes al mercado de financiación con una emisión de letras a doce meses y logró colocarla a un interés menor que el de España. Pero la prudencia indica que un solo hecho no debe sobrevalorarse. Y más cuando ahora mismo los focos, la tensión y la incertidumbre internacional están concentrados y cebándose sobre España, lo que puede distorsionar la correcta apreciación de las dos realidades nacionales.

Más de un año después del rescate de Lisboa, la prima lusa cerró anteayer, viernes, en los 937 puntos básicos, casi el 54% más alta aún que la española, y ello pese a que ésta protagonizó una rauda subida en la última semana y alcanzó ese día los 610 puntos básicos, una cota sin precedentes desde la existencia del euro, lo que generó un estado de máxima alerta sobre la sostenibilidad de las cuentas públicas españolas. Y el bono luso a diez años, que se pagaba casi al 9% cuando el Gobierno lisboeta pidió el rescate, siguió al alza tras la intervención hasta llegar al 17%. Con posterioridad se redujo hasta el 10,53% de anteayer, pero todavía sigue 3,27 puntos porcentuales más alto que el muy elevado interés (7,26%) que el mercado secundario exigió ese mismo día a los títulos españoles de igual vencimiento.

Más allá de los saneamientos o de los rescates, lo determinante para condenar o salvar a una y otra economías será su capacidad de crecimiento. Portugal tiene el desafío de salir de una postración que viene de antes de la crisis, y España, el reto de recuperarse de un hundimiento súbito y brusco tras trece años de crecimientos ardorosos.