Apartado el ««número dos» del PP valenciano, sobre el número uno recae la tempestad. Camps, sólo frente a su partido y frente a media España. ¿Quién ha provocado esa situación? Génova, que es como decir aquí Cospedal. ¿Con la ayuda de Rajoy? Está por ver. La imprudencia de Cospedal ha sido temeraria. Consciente o inconsciente -y el azar en política hay que someterlo a todas las pruebas posibles-, sabía que eliminando a Costa dejaba a la intemperie a Camps. Cospedal ha entrado en la mecánica que arrastra a los partidos y busca ampliar su espacio de poder. En la geografía valenciana no lo tiene. E intenta pescarlo. Un dirigente sin feligresía afín no es nadie.

La gestión de la caída de Costa ha acabado por agrietar al presidente de la Generalitat. Su autoridad, de repente, se ha desvanecido -casi al mismo tiempo en que se ha elevado la imagen de Costa de forma portentosa, por dar explicaciones y plantar cara ante Madrid- y ha de buscar respaldo entre los coroneles de su partido como si se librara un congreso interno y acudiera a sus urnas como un candidato novel. Su desgaste resulta estos días tan evidente que ayer irrumpió Rajoy para prestarle oxígeno: es presidente, será candidato y volverá a ganar las autonómicas de 2011. La distancia entre lo que se dice y lo que se hace suele ser enorme. Y el intento de recuperar el prestigio de Camps, loable. Aunque equivalga, en este caso, al ejercicio del equilibrista: las fuerzas se compensan y al mismo tiempo se destruyen. Rajoy parece hipotecar su suerte a la de Camps. En una segunda lectura, se diría que juega sobre el porvenir: sobre las hojas de los tribunales que aún están por caer.

Y, sin embargo, su pacto con Camps es estrecho. Tras la efervescente cita en el santuario medieval de Alarcón, bajo la atmósfera de los textos de caballerías, hubo otra posterior en Madrid, donde se pactó una hoja de ruta. Cospedal anhelaba una inquisitorial expulsión de Costa; Rajoy templó gaitas. Camps asumió el coste.

Todo el desgaste, en efecto, lo ha absorbido Camps. Ayer se le preguntó a González Pons si las razones de la destitución de Costa no servían también para «eliminar» a Camps. No supo qué decir. O no supo cómo acometer la discordancia. La primera pregunta a Rajoy discurrió sobre el mismo pentagrama: la analogía de los casos Camps/Costa. ¿Por qué uno y no el otro, si son episodios armónicos? No hay manera de responder porque el PP está atrapado en su propia contradicción. El grado de imparcialidad de Génova en el caso de Valencia es del todo inadmisible. Y su doble vara de medir, muy sospechosa. Camps no está imputado. De acuerdo. Pero Costa tampoco.

En un peristáltico golpe de sinceridad, González Pons atribuyó a la borrasca mediática la ejecución de Costa. Cuando esas fuerzas coinciden en la misma longitud de onda, el político ha de echarse a temblar. ¿Pero no es acaso la misma medicina que se le administra a Camps a diario desde hace semanas? La democracia se debilita no sólo cuando la vida política se deteriora, sino cuando los partidos políticos que vertebran su cuerpo social cometen enigmáticas arbitrariedades o solapan su interés al de las instancias democráticas. La ejecución de Costa -y no la de Camps- ejemplifica la iniquidad. ¿Cómo es posible que un partido político castigue la transparencia de Costa y sus explicaciones ante la opinión pública acerca de su conducta y de la de su partido?