Salvo que, como imaginó Tomás Moro, ese iluso, viviéramos en la utopía terrenal, que no es el caso, el avance de la política se ha basado en dejar cadáveres por el camino, en soltar lastre: en abandonar en la cuneta a compañeros/camaradas o ideas/principios que se habían tornado incómodos y peligrosos a cambio de poder alcanzar la otra orilla del río o simplemente salvar el pellejo. Que es en lo que anduvo este domingo el PSOE.

La gran incógnita es saber si en esta ocasión el peso de los cadáveres arrojados en la vereda de la historia para hacer presidente a Rajoy es tan descomunal que acaba por ahogar el futuro del partido. Porque entre los cadáveres no sólo hay compañeros del comité federal, también militantes de calle y votantes de los que ganan 600 euros al mes y gracias, o ni siquiera eso. Sí, no está claro si el PSOE salvó la cabeza o inmoló en el altar de lo posible sus cien años de memoria.

Los vencedores pagaron un alto precio: convirtieron el alma del partido en cadáver. Es como si para salvar el cerebro el neurólogo te dice, usted seguirá viviendo y hasta podrá hacer una vida normal, pero a cambio ya no tendrá corazón, ni estómago, ni entrañas: no sentirá, no tendrá alegría. Esta victoria cerebral, gélida como el acero, es la de quienes creen que, antes que la izquierda, ha de pervivir el sistema y que éste no hubiera soportado unas terceras elecciones. Es la de quienes se habían imaginado con terror que sin la abstención el futuro hubiera podido convertirse en una novela de Saramago que comenzara diciendo "y al día siguiente (o sea, en diciembre) nadie votó". Y al carajo el sistema.

Es una victoria del cerebro porque es también un triunfo de las matemáticas electorales: de quienes eran conscientes de que en otra visita a las urnas el PSOE se hubiera pegado un batacazo sin paliativos. Lo dijo el alcalde de Vigo, Abel Caballero, partidario de la abstención: "Si hay terceras elecciones acabaremos como el otro día en Galicia". Es decir, fatal.

Vencieron pues los que intuían que o Rajoy o el caos. Los partidarios de la estrategia electoral y su aritmética. Los que creen que antes que la alegría está la estabilidad y que el PSOE ha de ser sobre todo un partido que salvaguarde las instituciones porque sin las instituciones no hay nada. Ya saben. Aventuras, las justas. Felipe nunca engañó a nadie. Y casi siempre le fue bien. Y al partido, también. Y, en Andalucía, mejor.

A cambio, se sacrificaron los principios de la izquierda, la esencia del socialismo con mayúsculas, la indignación de la calle, la palabra dada a las generaciones pasadas y a las que están por venir. Se dejó gobernar al guardián del neoliberalismo y de la dureza de los mercados, al arquitecto de Gürtel y de las mordidas, a la derecha del barrio de Salamanca y el clan de las Azores y la guerra de Irak, al enemigo de toda la vida. Se sacrificaron las entrañas.

Antes de la votación, dijo Patxi López: "No nos hagamos más daño"; y añadió López Aguilar: "Estamos sufriendo demasiado". Hablaban el estómago y el alma: los dos eran partidarios del 'no'. Perdieron. ¿Ahogará tanto dolor los años venideros del PSOE? ¿Comparten ese dolor los vencedores?

Y por si fuera poco, esos cadáveres que ahora languidecen van a alzarse. Unos para desafiar lo que ha dicho el cerebro y no apoyar al PP (Iceta, los socialistas de Baleares); otros eligiendo el exilio para buscar su sitio a la izquierda del PSOE, quizás en la única izquierda que va a quedar ahora. ¿Abrieron botellas de cava Iglesias, Errejón, Garzón y Oltra por eso?