¡Dios mío, qué mayor estoy ! La «Acerona» cumple ya medio siglo, y yo tengo incluso algunos años más de propina, los suficientes como para haber acudido, en vivo y en directo, a los fastos de su inauguración, allá por el otoño de 1962, pocos días después de la «crisis de los misiles», cuando los adultos pensaban que podía estallar la III Guerra Mundial y a mí me llegaban confusas noticias de que el mundo estaba en un tris de acabarse... Mi abuela Leoncia vivía en Palacio Valdés, a mitad de la calle, encima de un bar cuyo nombre lamento no recordar, y después siguió residiendo allí una tía mía, de modo que aquel paisaje, entonces fronterizo entre el centro de Gijón y el barrio de las estaciones y almacenes que se extendía al sur del antiguo Humedal, no me podría ser más familiar.

La «plaza de los Mártires», con el monumento ya desmantelado, el de los cuatro grandes arcos, se inauguró a bombo y platillo con la presencia de todas las jerarquías locales y regionales, ataviadas con las preceptivas saharianas blancas del partido único, y hasta hubo un brillante desfile militar conmemorando el 25.º aniversario de lo que ellos llamaban «la liberación de Gijón» . Yo, que era una tierna criatura por completo ignorante de nuestra azarosa historia reciente, he de confesar que me lo pasé en grande aquel día, pues espectáculos semejantes no era precisamente lo que más abundaba en un Gijón que iniciaba su despegue económico y demográfico por esas mismas fechas.

Los exóticos y maravillosos circos, las multicolores ferias con sus caballitos, barracas y churrerías, y hasta el tradicional rastro de la mañana de los domingos sentaron sus reales en aquellos terrenos por los que aún discurrían entonces los raíles tranviarios (más de un petardo habré colocado yo en aquellas vías herrumbrosas ), pero la urbanización los terminó desplazando hacia otros solares y descampados. Los autobuses de carrocería rojiblanca se adueñaron pronto del lugar, que vería pasar diariamente a millares de personas, yendo y viniendo. Entre la calle Asturias y la plaza de Europa, con su parque infantil, fue mutando paulatinamente el caserío, y a lo largo de los años setenta éste ya iría ofreciendo un aspecto bastante parecido al actual. Es la época en la que abría sus puertas el popular bar restaurante El Verano, por cuya gentileza se ofrecían las alineaciones del Sporting y su rival de turno a través de la rudimentaria megafonía de El Molinón: «Castro; Echevarría, Alonso, Herrero I; Puente, José Manuel; Lavandera, Quini, Paquito, Valdés y Churruca».

Si en los sesenta el menda merodeaba frecuentemente por allí -y también por la vecina calle de la Fundición, donde otro tío mío regentaba un modesto negocio de compraventa- con la cabeza a pájaros, soñando con convertirme en una especie de híbrido entre el Capitán Trueno y James Bond, en la década siguiente la Acerona fue para mí tanto un estadio improvisado donde marcarles goles de antología a sus silenciosos bancos a la caída de la tarde, como el sitio en el que mis amigos y yo fantaseábamos calenturientamente con ligues imposibles que jamás llegaban a materializarse. Y muy poco después el lugar se transmutó de nuevo, esta vez en un foro de protesta mientras agonizaba el largo pero nada cálido régimen franquista. Los manifestantes «saltábamos» más o menos espontáneamente, a ser posible al amparo de las sombras de la noche, desafiando con quiebros y regates dignos de Messi las caricias envueltas en goma maciza que nos lanzaban unos mal encarados hombres vestidos de gris.

El verano pasado volví a reencontrarme con algunas de aquellas perdidas sensaciones de antaño al tomar parte en la manifestación de «indignados», denominación de origen 15-M. Cascaba, como vulgarmente suele decirse, un sol de justicia y durante un buen rato me quité unos cuantos tacos de encima. La «Pasma» ya no vestía de gris y parecía haber optado más bien por la vida contemplativa, es decir, mantenerse a la expectativa y no intervenir, salvo que la cosa se desmadrase. De modo que discurrimos pacíficamente desde la seminal Acerona hasta la plaza Mayor con unas pancartas donde aparecían simbólicos pececitos garabateados y salmodiando bienintencionadas consignas de las que los poderes públicos harán caso omiso. ¿ Moraleja? Que la gran acera de la calle Palacio Valdés sigue tan viva como siempre, lo cual no está nada mal para alguien a punto de cumplir los 50. En cuanto a España, me reservo la opinión...