Los estudios sociológicos más pesimistas no pronosticaban un descenso de las vocaciones tan brusco como el que está sufriendo la Iglesia española, sobre todo en algunas diócesis, entre ellas la nuestra. Hay un hecho que llama la atención: el eco de la muerte de la mayor parte de los sacerdotes. Funerales multitudinarios, alabanzas por su labor, tristeza por su pérdida y, en algunos casos no tan infrecuentes, dedicación de calles o nombramiento de hijos predilectos o adoptivos. Esto quiere decir que su tarea es valorada como útil y que su vida ha sido reconocida como una entrega generosa a los demás. Quien da el verdadero veredicto del cura es el pueblo, los parroquianos, los que le han tratado y estaban al tanto de los entresijos de sus problemas y preocupaciones, no otras instancias, que suelen tener otros códigos de valoración. El testimonio de José María Díaz Bardales, por poner uno de los ejemplos más recientes, es claro: ante un homenaje y distinción que le concedían, él respondió: «Me lo dais porque soy cura. En la vida yo no he sido otra cosa y estoy feliz de haberlo sido. Me gusta que me llamen "el cura Bardales", porque "cura" es el que se preocupa de las personas y de las situaciones del pueblo. Eso es lo que he hecho en mi vida». Sacerdotes los hay de todos los estilos y todos son, más o menos, queridos por el pueblo aunque tengan algunas manías que perdonan con indulgencia. El aprecio está en relación directa con el servicio y la cercanía y en razón inversa de la actitud de poder aunque diga que lo ejerce en nombre de Dios. Si se deja querer y criticar, es la parroquia la que va cincelando a su párroco.

Teniendo este hecho presente, ante el panorama de falta de vocaciones surge la pregunta: ¿por qué son tan escasas últimamente?, ¿por qué no son más los que escuchan la llamada a seguir al Señor, a imitar a Jesús, el que entregó su vida por los demás? No es fácil el diagnóstico. Sin duda que contribuyen causas diversas. En España, por lo que he leído, es más apreciada la Iglesia en las parroquias que la Iglesia institucional que se ve contestada o fustigada por diversos factores, evidentes o manipulados. No es ajeno el rebrote de un cierto anticlericalismo que, algunos de la misma cuña, han calificado de «casposo». En Europa hay una actitud, tanto en la derecha como en la izquierda, de construir una sociedad sin referencia a Dios. Los experimentos no son muy halagüeños. La muestra es patente, antes en el régimen soviético y ahora en el neoliberal o capitalista. Hay ideologías que no quieren religión porque ellas mismas son la religión. El Dios verdadero y revelado siempre ha salido en defensa del hombre. Es verdad que la Iglesia, en su doctrina y moral, tiene algunos contenciosos con situaciones actuales como el celibato obligatorio, la situación de los divorciados y otros temas que son tópicos en las acusaciones que se le hacen. Hay quien no entiende la mano tan pacientemente tendida a los lefebrianos que se cargan todo un Concilio y el constante saque de tarjetas amarillas y rojas a los que buscan nuevos caminos al verdadero reto de armonizar razón y fe en la cultura actual.

Hoy la alegoría del Evangelio dice que el buen pastor es el que da la vida. Jesús dio la vida a las personas y por las personas y salió a buscar la oveja perdida, dejando las noventa y nueve comiendo con pecadores. Como un cura del pueblo. No hay mejor etiqueta que la del servicio y la de la entrega. Como Jesús de Nazaret. Ésa es la que puede seducir y enganchar. Otras marcas son muy secundarias.