Cerca de cumplir los 103 años se despide del colegio, pero tras 71 al servicio del mismo su impronta queda para mucho tiempo en los pasillos y aulas del mismo. El padre jesuita Gumersindo Treceño Llorente se trasladará en los próximos días a la residencia de la Compañía de Jesús de Salamanca. "Es un destino que no me va, porque es un destino para vigilarte más", bromea. Supera el siglo de vida, pero el padre Treceño no pierde el buen humor. Ni tampoco un ápice de amor por el colegio de la Inmaculada, donde ha desempeñado la mayor parte de su trayectoria dentro de la orden.

Ya retirado de la vida docente, en su rutina deja un buen rato por la mañana para observar a los niños del colegio en el patio. "Me siento a la sombra, protegido del sol, y me gusta verlos correr. Pero no es que eche de menos dar clase, estoy muy contento como estoy", confiesa Treceño, que nació en el pueblo leonés de Mansilla Mayor el 2 de enero de 1913. "Ese pueblo ha dado media docena de jesuitas; el más célebre, Segundo Llorente, mi primo, misionero en Alaska", añade, poco menos que de carrerilla, al recordar el nombre de su localidad natal.

A ella acudió para despedirse de su familia cuando, en un principio, iba a ser destinado a Cuba por la Compañía de Jesús. Pero ese destino, que quizá hubiese guiado su vida lejos de tierras gijonesas, se frustró. "Fui a despedirme de mi familia, pero no me fui a Cuba porque el Atlántico estaba copado por la escuadra norteamericana y no permitían viajar", recuerda.

Además, en 1932, durante la II República, llegó la última expulsión de los jesuitas. El padre Treceño puso entonces rumbo a Bélgica. Allí pudo perfeccionar su francés, idioma del que daría luego clases en la Inmaculada. Donde, además, fue inspector y consiliario de la asociación de antiguos alumnos.

Al colegio llegó en 1944. Sus instalaciones no gozaban del estado actual. "Recuerdo perfectamente que vivía con 16 internos en un tercer piso fuera del colegio. Dormíamos allí, desayunábamos todos los días en la calle Cabrales y luego veníamos por esa calle hasta el colegio. Entrábamos por arriba", cuenta Treceño, que no se olvida de que en sus primeros años "en el colegio hacía frío y hacía de todo".

El padre Treceño no se reconoce como un profesor autoritario. "Duro no era. Tampoco ponía muchos suspensos. El suspenso amarga", asegura. A ello añade buenas palabras para el alumnado de la Inmaculada. "Son todos respetuosos con nosotros. Veo a los alumnos muy adeptos al colegio, vienen con gusto y es un privilegio para ellos estudiar aquí. Aquí se encuentran bien. Los profesores aman a los chiquillos, dan las clases con gusto y con sencillez. Y hay mucha tradición. Vienen mucho por la tradición. Si el padre vino a la Inmaculada, el hijo tiene que venir", asegura Treceño.

Respecto a si guarda recuerdo especial de algún alumno, el veterano sacerdote jesuita no es muy partidario de destacar nombres. Pero hace una excepción con uno, el arquitecto Chema Cabezudo. "Era un antiguo alumno destacado, que ha fallecido recientemente", resalta. Treceño también colaboró para intensificar la actividad deportiva en el centro. "Se trabaja muchísimo el deporte, el campo de fútbol siempre está lleno", afirma.

Quizá el deporte forme parte de su receta para superar el siglo de vida con la cabeza bien alta. Pero él da más importancia a otras cuestiones. "Estoy a gusto como estoy, y eso influye mucho en el temperamento y en la longevidad. Hay que estar a gusto, no tener problemas y, si los hay, resolverlos con éxito", confiesa con sorprendente sencillez. Lo que no será tan sencillo para el colegio será no echar de menos a la figura del padre Treceño por sus pasillos. Siete décadas dejan mucha huella.