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Maquillaje para los sueños incumplidos

"La Perala", para todos doña Emilia, anheló ser una gran actriz, actuó por muchos parques de Gijón y tenía tristeza en la mirada, antes incluso de que su hijo se suicidara con dinamita

Maquillaje para los sueños incumplidos

Vivía en una chabola sita en Ceares, próxima a la carretera a La Coria. Era artista, bailaora, cantante y siempre anheló, no sin frustración, ser una gran actriz. Siempre maquillada, los labios y las uñas pintadas de un rojo potente y colmada de collares cual Carmen Polo versión marinera. Lucía coloridos y llamativos vestidos con volantes y pendientes y zapatos de tacón "ad hoc". Siempre arrastrando un carro cuyo contenido nunca fue desvelado aunque hay quien apunta que guardaba celosamente su kit de actriz e incluso pan para las palomas. Para muchos era "La Perala", pero quienes la trataron, en cambio, se dirigían de usted a la enigmática Doña Emilia Gómez.

Adultos y niños hacían corrillos a su alrededor al barruntarse actuación en el parque infantil (hoy plaza de Europa), en el paseo de Begoña -donde mantenía estrecha relación con Marciana, la castañera- o en Cimavilla. En una de sus funciones en el barrio alto lució un espectacular vestido flamenco de arte y confección hecho a mano para la ocasión. En realidad era una sábana blanca agujereada con círculos y debajo un vestido negro para así dar imagen de vestido de lunares. Quizás logró ser una de las figuras más particulares de los años 50 y 60 en Gijón. Y pese a los tiempos de dictadura hizo siempre lo que quiso con superior permiso de la autoridad. Incluso algunos policías no perdían ripio de sus representaciones.

Vendía lotería para malsobrevivir, sucediendo así a su marido que despachaba décimos en un local próximo al extinto restaurante "El Retiro". Doña Emilia era una pintura, de mirada triste, y transmisora de historias rocambolescas, que frecuentaba los chigres en busca de una copa de anís para recordar tiempos mejores. Pero mantuvo su exquisitez en el trato, sobremanera con los más pequeños, hoy ya adultos, como ellos mismos atestiguan que la escucharon sin parpadear durante su niñez. Con la gente hablaba de una forma, pero cuando representaba, ponía énfasis en la pronunciación de versos de Garcilaso de la Vega o Espronceda, por ejemplo. "Con diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela, un velero bergantín", la recuerdan recitando.

Su mote forma parte del acervo cultural de la ciudad cuando alguna persona sale a la calle excesivamente emperifollada. Pero la realidad dista mucho de usar cosméticos de lujo. A La Perala, a la que no podías llamar así directamente, le servía cualquier cosa para engalanarse. Sus coloretes y pintalabios los conseguía de saldo, en una tradicional droguería gijonesa merced a la caridad. Hacía acopio de las muestras de cada promoción entrante o de los productos que no encontraron salida en el mercado entre las clientas. Daba igual la sombra o la claridad. Aún así lograba su objetivo de engalanar su rostro como si Buero Vallejo la fuera contratar en cualquier momento para el estreno de "Las Meninas".

A los chavales les "atraía y repelía a la vez", según dejó constancia el difunto Fernando Poblet en su "Guía indiscreta de Gijón" a quien, en ocasiones, "le daba miedo". En consecuencia, no es de extrañar que en alguna ocasión se acercase algún niño a dialogar con una "verdadera artista" y, para muchos, "Reina de la Plaza del sur" a la que "Mario Cabré, ni pa tacos de escopeta". Así lo relató Poblet.

-Qué peineta tan guapa, Perala.

-Sí, niñín, ésta regaláronmela, esta otra comprela... Y ésta, y esto. Y la pulsera, y el pendientón amarillu...

-Sí, sí, ya lo vi, hasta mañana.

-¿Ye que tienes prisa, niñin? ¿Quién te apura?

-Sí, Peralina, sí, mucha prisa.

-Bueno, anda.

La descripción de Poblet no deja ser una de tantas, quizás dura, pues todo gijonés que se cruzara con ella en alguna ocasión tiene su propio recuerdo. "Unos pelos de medusa muerta seguían de mala gana a la peineta, ¡aquellos trapos! Temía que de un momento a otro fuera a desenroscar la cabeza y mostrármela en sus sarmentosas manos, desangrada, llena de polvos de arroz, rouge y baratijas", dibujó Poblet con palabras.

A partir del 11 de mayo de 1964 ya nada fue igual para ella. Todo sucedió en la calle Eladio Carreño, a plena luz del día cuando las manecillas del reloj se aproximaban a marcar las dos de la tarde. Un hombre, con aspecto de vagabundo, según relató una vecina entonces, venía del Muro y se dirigió al portal número 11 de la calle. Al poco tiempo salió con algo prendido a la altura del pecho. No dio ni dos pasos cuando los tres cartuchos que llevaba encima explotaron después de que él mismo los prendiese. Y aunque los bomberos taparon rápido con una manta el cadáver, o sus restos, no había forma de saber de quién se trataba. Documentación no llevaba y ni la cara ni las huellas dactilares podrían arrojar luz sobre su identidad. Tan sólo portaba un cuchillo de cocina y una medalla de plata de la Virgen de Contrueces. Este abalorio fue clave para que La Perala confirmase que su hijo Paulino Rodríguez Gómez se suicidó a los 35 años.

Ella enmudeció. No hubo reacción por su parte. Tan sólo, como dejó constancia el diario Voluntad, "reconoció como pertenecientes a su hijo los pantalones, los zapatos, el cuchillo y la medalla. Respecto a los pantalones declaró que los cosidos fueron efectuados por ella". Luego se supo que la víspera Paulino la pasó en comisaría después de ser encontrado en la playa, bañándose de noche en estado de embriaguez. Quizás un intento previo y fallido. No obstante a su madre, ya delicada de entendederas, le transmitieron que el deceso se produjo a consecuencia de un atropello. Ella pereció pocos años después.

A La Perala la fama le vino tras su muerte. Su nombre se inmortalizó allende su generación, su figura es imborrable luego de ser retratada por varios pintores como Álvaro Noguera (que ilustra este texto) y sus hazañas se cuentan ya con la música del cantautor Carlos Riestra, que le dedicó una canción en su último disco "Buscando mi norte". Incluso con su nombre se bautizó a la sardina del Antroxu del año 2000 por votación popular entre las propuestas. Sin saberlo, ni saborearlo, recibió a título póstumo, por aclamación popular, un ficticio premio Max a la gijonesa más entrañable de su historia reciente.

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