La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

MIGUEL BARRERO | ESCRITOR Y PERIODISTA, ACABA DE GANAR EL "RODOLFO WALSH" POR "LA TINTA DEL CALAMAR", UN LIBRO SOBRE RAMBAL

Enrolado en la "Hispaniola"

El primer asturiano en lograr uno de los más prestigiosos premios para obras de no ficción es uno de los autores de mayor talento de su generación

Enrolado en la "Hispaniola"

Es el primer asturiano que gana el "Rodolfo Walsh", ese honroso premio que la "Semana negra" de Gijón viene concediendo desde 1988 para subrayar las bondades de la prosa de no ficción basada en hechos reales. Así que el escritor y periodista Miguel Barrero es profeta en su tierra, lo que resulta casi milagroso viendo cómo nos las gastamos a este lado del Pajares. Recuerden la manera tradicional de despachar aquí las fiestas: con los mozos de los pueblos o barrios vecinos a garrotazos. Para colmo se ha alzado con un galardón que lucen Ignacio Martínez de Pisón, Guillermo Saccomanno o el gran Ramón Lobo, entre otros ilustres, escribiendo de un crimen local y de un asunto del que creíamos saberlo todo; bueno, todo menos lo más importante: quién mató a Rambal, aquel gijonés de nombre Alberto Alonso Blanco que apareció apuñalado una madrugada del 19 de abril de 1976 en su vivienda de Cimavilla.

Un asturiano que se hace con el "Rodolfo Walsh" recontando un turbio asunto gijonés que ha sido recurrente materia de otras excelentes crónicas y novelas. ¿Dónde está la novedad? Pues en la forma con que Barrero levanta con tantas cosas ya sabidas, incluido el sumario del caso, una memoriosa metáfora de la mudanza de una ciudad y de un país. Y en que lo hace acodado en una periferia, casi con la humildad del barrio del que habla.

El "Walsh" es uno de esos premios que todo periodista con lecturas quisiera ganar. El autor argentino que da nombre al galardón ha dejado, entre otras poderosas historias, una de esas obras maestras que revienta las costuras de los géneros, "Operación Masacre". Se publicó en 1957, dos años antes de que Truman Capote empezara a escribir "A sangre fría". Cuando hablemos de novelas de no ficción, de nuevo periodismo y de otros asuntos veniales, deberíamos mirar de vez en cuando hacia las bibliotecas de nuestro idioma. Es receta infalible para curar la propensión al complejo de inferioridad.

Pero de quien queremos hablar es de Miguel Barrero, que no sólo ha obtenido el "Rodolfo Walsh" por "La tinta del calamar. Tragedia y mito de Rambal", editado por Trea en su colección de narrativa. Nos cuentan que Alianza Editorial publicará el próximo otoño la última novela de este escritor y periodista, "El rinoceronte y el poeta". Páginas que ha bendecido Antonio Muñoz Molina, por lo visto, y en las que cohabitan Pessoa y otras extraordinarias sombras portuguesas. Aunque le nacieron en Oviedo, es mierense de 1980 y se avecindó hace tiempo en Gijón, por cuyo barrio de Laviada se fatiga a diario detrás de una joven perra canela y labradora. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca y le gusta contar que es nieto de Júbar, recordado fotógrafo de prensa y de estudio que ejerció en Mieres allá en los años heroicos, cuando salíamos a seis columnas y los periódicos ilustraban con su tinta los grandes bocadillos mineros.

Primogénito de un médico y una profesora de ideas progresistas, Miguel Barrero se educó en dos centros de referencia para sucesivas generaciones de mierenses: el Liceo y el Instituto Bernaldo de Quirós. Fue un niño tranquilo, con tendencia a ponerse kilos, y un buen estudiante en el Mieres del Camino de la última épica carbonera. Sus profesores guardan buenos recuerdos de aquel alumno grandullón que redactaba muy bien y mostraba bastante interés por la literatura, la historia o el arte. Leía más que sus condiscípulos y escuchaba a los cantautores que habían gustado a la generación de sus padres: de Serrat a Aute, pasando por Sabina. Letras que imprimen carácter. De adolescente y jovencito, daba la lata en casa para que le trajeran a la "Semana negra", donde triunfa años después. Prefería ver al añorado Manuel Vázquez Montalbán a ir a La Cúpula de la villa familiar, que era donde ligaban y trasegaban las ruidosas gentes de su edad a mediados de los años noventa.

Supe por primera vez de Miguel Barrero a principios de julio del 2001. Apareció resuelto y un poco alopécico por la redacción de LA NUEVA ESPAÑA de las Cuencas, en Mieres, dispuesto a hacer sus primeras prácticas periodísticas. Escribía muy bien y rápido, pese a su inexperiencia. Bastenier, como se sabe, ha dividido a los periodistas en dos categorías: los que no lo son y los rápidos. Tenía el don de la sintaxis. Una gracia que, como afirmó Valéry, viene del alma. Para infundirle la humildad tan necesaria en una profesión en la que es necesario picar mucha letra gris, le mandaba de vez en cuando a por un café. Y le publicamos su primer cuento. Creo, a veces, que no me ha perdonado ni una cosa ni la otra. A sus 37 años, ha transitado por todas las redacciones del Principado (incluida la del "A Quemarropa"), pero, misteriosamente, no ha encontrado asiento en ninguna. Y hasta ha fungido como escudero de prensa en la Consejería de Cultura.

Lo que nunca ha perdido, pese al desempleo, es la sonrisa del buen relaciones públicas que también es y su condición de letraherido. Obtuvo el premio "Asturias Joven" con su primera novela ("Espejo"), publicada en 2005 por KRK. En poco más de una década ha firmado siete libros, casi todos con galardón: "La vuelta a casa", "Los últimos días de Michi Panero" (premio "Juan Pablo Forner"), "La existencia de Dios", "Camposanto en Collioure" (Prix International de Littérature Fondatión "Antonio Machado"), "Las tierras del fin del mundo" y la mencionada "La tinta del calamar". No está nada mal para alguien que no ha cumplido aún los cuarenta.

Cuando era más joven y feliz, Miguel Barrero tenía por maestro a don Juan Benet. Se entiende así que el sujeto de este perfil sea uno de los pocos jóvenes escritores españoles que no haga ascos a las oraciones subordinadas. Pese al temor tan enfáticamente manifestado por Valle-Inclán ante casos de plumillas doblados en novelistas, poetas o dramaturgos, el periodismo no ha avillanado su estilo. Es un nieto raro (el nieto de Júbar, como hemos dicho), por lo que ha heredado de los versos de Ángel González y de Antonio Machado (les recomiendo la lectura de "Camposanto en Collioure") cierta inquietud española por una historia que, como las morcillas de nuestra tierra, siempre se repite.

Hace cinco o seis años publicó un artículo, "Yo estuve allí" (también ganó otro premio, el "María Elvira Muñiz"), en el que da cuenta de algunas de las razones o emociones que sustentan su pasión por los libros. La lectura es la verdadera escuela de todo escritor. Dice Miguel Barrero: "Yo me embarqué con Jim Hawkins en la 'Hispaniola' a la busca de un tesoro sepultado...". Sus lectores queremos que siga ahí enrolado.

Compartir el artículo

stats