El bosque coyán se encuentra fundamentalmente formado por especies autóctonas o de presencia inmemorial como el haya (predominante tradicionalmente en el concejo, aunque sustituido en el siglo XX por el castaño), el roble y el castaño, variando sus extensiones a lo largo de la historia a causa de las talas y las roturaciones, o debido a las propias sacas efectuadas por los campesinos o empresarios. Sea como fuere, la riqueza del monte ha constituido desde siempre un socorrido recurso a la hora de procurarse un sustento no siempre seguro o abundante; eso sí, contemplándose una estricta reglamentación gestada a lo largo de los siglos por las comunidades parroquiales que eran las que controlaban estos asuntos hasta que se produjo la desarticulación de este sistema en el transcurso del siglo XIX cuando dichas entidades vecinales comenzaron a perder su dominio sobre los montes. Sobre todo en el tramo final del ochocientos, se procedió a una mayor y más efectiva explotación del territorio, roturándose terrenos para tierra y prados en los comunales.

Sería, por otra parte, la época en que se intensificaría el aprovechamiento maderero, ya que al Estado le resultaba sumamente beneficioso sacar a pública subasta lotes de madera. Los campesinos, a su vez, debieron de aprender a burlar la vigilancia policial de los guardas forestales, que velaban para que estos recursos públicos no fuesen mermados por quienes habían sido sus beneficiarios desde la antigüedad.

De la madera surgía además una bien asentada artesanía, que perviviría hasta bien entrado el siglo XX, de carpinteros y madreñeros; destacando también la fabricación de yugos, aperos de labranza (arados, carros y horcas) y cestos. La industria de la cestería, de manera especial, gozó en Sobrescobio de gran predicamento, distribuyéndose esta mercancía por todos los mercados provinciales y, aunque la actividad iría mermándose durante el primer tercio del siglo XX, alguno de estos artesanos subsistió dedicándose también al arreglo de forma ambulante por los pueblos y municipios circundantes. El oficio de madreñero alcanzó a su vez un notable desarrollo, constatándose su presencia en el concejo hasta mediados del pasado siglo cuando no pudieron resistir por más tiempo la competencia de las fábricas mecánicas. Muchos campesinos, en cualquier caso, fabricaban o reparaban los enseres en sus propias casas aprovechando el distendido ritmo agrario del periodo invernal.

Retomando la cuestión de la política forestal, se hace necesario indicar que la revolución liberal supuso la pérdida de personalidad jurídica y administrativa de las comunidades en esta y otras muchas materias, lo que obviamente afectaría a la gestión del territorio, que pasó a estar administrado por los nuevos ayuntamientos y por el Estado, lo que afectó a los distritos forestales. Se produjo, pues, un cambio de naturaleza jurídica en unos montes ahora municipalizados frente al anterior ordenamiento comunitario, aunque los vecinos continuasen beneficiándose de sus recursos. En estas nuevas circunstancias, las oligarquías locales se apresurarían a acaparar la riqueza forestal aprovechando la merma de los derechos tradicionales, aunque esto no revista una importancia reseñable para el caso coyán dado el acentuado grado de comunitarismo por el que se continuó rigiendo el abundante monte.

En 1859 se aprobaba una Clasificación General de Montes Públicos en los que se dirimían las titularidades, no siendo los montes estatales grandes extensiones de arbolado y no pasando en Sobrescobio de treinta hectáreas. Mucha mayor extensión se contemplaba para los montes municipales. Entre 1861 y 1891 se irían publicando las reales órdenes que exceptuaban las ventas de montes. Este proceso concluye en 1900, siendo los montes del municipio Comillera (1.488 hectáreas), Escrita (1.264 hectáreas), Isorno (1.748 hectáreas) y Llaímo (1.448 hectáreas). A partir de este momento, los ayuntamientos contemplaron también el aprovechamiento de los recursos madereros como fuente de ingresos. Era frecuente la publicación de las subastas de diferentes cantidades de metros cúbicos de madera, principalmente de haya en los montes del concejo, siendo el Estado quien se hacía cargo de las tasaciones de madera y publicando éstas en el Boletín Oficial.

Los municipios, por su parte, pagaban al Estado una pequeña contribución forestal y las cortas de madera se hacían a petición del concejo, estando reguladas por la Jefatura Provincial de Montes, que era la que determinaba la porción de árboles a talar en cada bosque. Del importe de las subastas se destinaban tres cuartas partes a las arcas locales y el resto se derivaba a la satisfacción de las demandas de la hacienda central. La madera de haya que aquí se obtenía solía ser utilizada por los carpinteros y madreñeros, el roble y el castaño se dedicaba a la elaboración de traviesas de ferrocarril y, en menor medida, a la construcción, especialmente a los artefactos propios de la viguería y portería.

Parece ser, en todo caso, que las talas no estaban siempre lo suficientemente controladas ni reguladas, y se cortaba más madera de la acordada y había talas clandestinas. No parece, además, que la repoblación fuese una práctica enraizada. A partir de 1936 se debía pedir permiso también para cortar árboles en fincas propias. Más allá de su regulación, el espacio ocupado por el monte, entendido como el conjunto de bosques y pastos, proporcionaba al campesino madera para la construcción de las casas y materia prima para los artesanos locales, leña para encender el fuego del hogar y hacer la cama del ganado y cuyo aprovechamiento se regulaba por «cargas», rozo y diversos frutos. Un recurso básico del monte, en efecto, lo constituía los plantíos de árboles frutales que ocupaban terrenos comunales y de los que se beneficiaban los vecinos mediante el recurso frecuente al derecho de poznera, mediante el cual el campesino plantaba y usufructuaba el árbol mientras el terreno continuaba siendo propiedad del común. Los castaños (que eran objeto de una especial vigilancia), los avellanos y los nogales eran los plantíos más comunes, no siendo desconocidos tampoco los terrenos dedicados a manzanos, perales, cerezos u otras especies.

Eran muchas las agrupaciones de castaños en los terrenos de propiedad comunal, destacando las de Rioseco y Ladines, y éstas iban distribuyéndose por zonas entre los vecinos, que recolectaban el fruto entre octubre y noviembre. Junto a al pan, la boroña y las habas, la castaña constituyó, durante muchos siglos, parte de la dieta básica del campesino, sobre todo en el invierno, incluso sustituyendo al pan en años de malas cosechas y cumpliendo un papel crucial en la alimentación del ganado porcino. Además, durante el pasado siglo su cultivo se intensificó a consecuencia de la demanda maderera de las explotaciones mineras. A la hora de la recolecta se vigilaba estrictamente que no participase nadie que no fuese vecino, y cuando el fruto estaba maduro se vareaba con una pértiga. Los erizos se guardaban en una cuerria, cercado circular de piedra sin techar y de aproximadamente medio metro de altura que se levantaba en los propios castañeros donde curaban cubiertas por maleza; pasadas algunas semanas se extendían y deshacían con un rastrillo de madera. Las ablanas (avellanas) eran otro de los frutos más comúnmente cosechados, y su recolección se desarrollaba durante el mes de septiembre. Las avellanas se amontonaban en las casas y, pasado un tiempo, se sacaba el fruto de la envoltura. El nogal era un plantío más escaso, pero muy apreciado por la nuez, a la que se le aplicaba un proceso parecido al de la castaña.