Boal / Villacondide (Coaña)

Fernando Oliveros, boalés de nacimiento, tuvo la suerte de ver en funcionamiento el teleférico que conectó Navia y Grandas y que fue pieza clave en la construcción del embalse de Salime. Y no sólo lo vio en marcha, sino que trabajó en su construcción y también fue testigo de su desmantelamiento, aunque sin participar en él.

Hijo de jornaleros, a Fernando no le quedó otra que buscarse la vida y por eso con tan sólo doce años dejó la escuela y se marchó de casa. Como jornalero aceptó todo tipo de trabajos atendiendo el campo o el ganado. «Era lo que antes se llamaba servir, ya que me quedaba a vivir en las casas donde trabajaba», matiza. Cuenta que el trabajo era duro y sobre todo muy constante. «En una de las casas no se paraba ni para rezar el rosario», bromea. Y así estuvo, de casa en casa, hasta los dieciocho años en que se empleó en diferentes empresas de la comarca.

Primero trabajó como peón en una carretera entre Coaña y Boal y después entró a formar parte del equipo de obreros que se ocuparon de levantar el teleférico. Esta monstruosa infraestructura se comenzó a ejecutar en 1947 y su construcción corrió a cargo de la firma italiana Cereti-Fanfani, que tenía la patente de este tipo de artilugios.

El teleférico, el más grande levantado en España en aquel momento, debía salvar los más de 500 metros de desnivel que separan Navia de Grandas. Y no sólo eso, sino resistir el peso de los materiales que hacían falta para construir la presa. Llegó a tener una longitud de 36 kilómetros en línea recta y elevó los materiales a razón de 35 toneladas por hora durante los casi seis años que duró la obra.

Cuando llegó Oliveros, el teleférico ya tenía las bases sobre las que asentar las infraestructuras, la parte del trabajo que ejecutó Saltos de Navia, propietaria del embalse. Le tocó entonces trabajar en la primera estación motriz ubicada en La Ronda (Coaña), donde junto a sus compañeros levantó la estructura de madera del teleférico.

Más tarde trabajó en la colocación de la estructura de hierro, también en la construcción de los caballetes de madera que asentaban la estructura a lo largo del camino y después en la parte mecánica del aparato, sobre la que se asientan los cables que mueven las cajas encargadas de transportar el material. Cuenta Oliversos que el material principal que viajaba a Grandas era el denominado «clinker» con el que luego se hacía el cemento y que los barcos descargaban en la estación de carga de El Espín.

Repasa con meridiana claridad el sistema de funcionamiento del teleférico, moviendo las manos con energía para explicar la gigantesca obra. De ella guarda un grato recuerdo: «El que tuve de todos aquellos trabajos que requerían algún tipo de complejidad», apunta. Fueron cientos las anécdotas vividas, especialmente con los italianos que se desplazaron a la zona con los que, mal que bien, logró siempre entenderse.

Tras pasar unos años en el teleférico se marchó para trabajar en una embarcación en el río Navia recogiendo «goños», una especie de piedras similares al grijo que servían para la construcción. Le tocó en este tiempo prestar el servicio militar en Zaragoza, concretamente en la lavandería. Dice que pese a que estaba deseando volver a casa, «nunca mejor viví que en la mili». A su regreso volvió a trabajar en el teleférico cuando ya estaba funcionando. Pasó a ocuparse de labores de mantenimiento, distribuyendo y renovando piezas estropeadas.

Cuenta que, a pesar del riesgo, alguna que otra vez viajó en el teleférico. «Sólo para tramos cortos», puntualiza. La maniobra era tal que había que ubicarse en uno de los caballetes por los que atravesaba la caja con el material y cuando estaba pasando bajo sus pies, lanzarse y con mucha rapidez incorporarse, tirar parte del «clinker» de la superficie y tumbarse para evitar que el siguiente caballete te hiriera. «Ni vértigo ni nada», dice Oliveros.

Después del teleférico se fue a trabajar con su cuñado a una cantera de losa, en la zona conocida como «El nío del corvo», en Coaña. «Fui sin tener conocimiento ninguno y allí aprendí a hacer un poco de todo». En la cantera aprendió mucho y también sufrió un par de accidentes, uno con un barreno cuya prueba son los restos de dinamita que se le incrustaron en las manos.

Tras la cantera, marchó a Navia, donde trabajó en la fábrica de viguetas, ubicada donde hoy se erige astilleros Armón. Aquí estuvo casi ocho años y lo dejó para trabajar en una granja de gallinas que montó su cuñado. Tras nueve años con las aves, el destino quiso que regresara al solar de la fábrica de vigas, esta vez para trabajar en los astilleros. Y aquí se jubiló, construyendo barcos. «Me tocó la primera reconversión naval, así que me jubilé con 56 años». Y ahora disfruta de su gente y de sus recuerdos.

Personal

Aunque nació en Boal, vivió la mayor parte de su vida en Villacondide (Coaña), donde además se casó.

Laboral

Empezó a trabajar cuando era un niño. Primero como jornalero en el campo, después en el teleférico, recogiendo «goños» del río, en una fábrica de viguetas, un astillero, un criadero de gallinas y una cantera.