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Joaquín Rábago

La credibilidad de la Corte Penal Internacional

Las lógicas protestas de los países africanos

Habla la prensa de la credibilidad dañada de la Corte Penal Internacional, refiriéndose a la negativa de Sudáfrica a detener al presidente sudanés, acusado de genocidio, mientras se encontraba en su territorio.

Se atribuyen a Omar al Bashir numerosos crímenes contra la humanidad perpetrados en la región de Darfur y ese tribunal quiere echarle el guante, con lo que le convertiría en el primer jefe de Estado en ejercicio en tener que responder allí por sus delitos. La CPI se constituyó en 2002 con el objetivo de perseguir los crímenes de guerra contra la humanidad o contra el genocidio.

Al Bashir asistió a la cumbre de la Unión Africana en abierto desafío a la orden de arresto contra su persona e incluso se dejó fotografiar junto al resto de líderes sin que sirviese de nada el llamamiento de los fiscales de la CPI para que fuese detenido.

Algunos de esos líderes, entre ellos el propio presidente sudafricano, Jacob Zuma, acusan a ese tribunal de aplicar una política de doble rasero, de tintes coloniales, al perseguir únicamente a supuestos criminales del continente negro. Y, con independencia de los méritos de las acusaciones formuladas contra el político sudanés y otros dirigentes africanos por la CPI, no parece que les falte razón.

¿Credibilidad perdida? ¿Es que la tenía antes, cuando Occidente ha lanzado guerras no provocadas contra países soberanos sin el aval de las Naciones Unidas, sin que el Tribunal de La Haya moviese un dedo?

Guerras que han provocado destrucción de países enteros, como Irak o Libia, la muerte de cientos de miles de personas y un éxodo masivo sin precedentes cuyas consecuencias sufrimos también los europeos. Es sabido que Estados Unidos no permitirá nunca que sus dirigentes tengan que responder ante un tribunal así. Pero no es el único en rechazar la autoridad de esa corte, tampoco Rusia, China, Israel y varios países árabes han firmado sus estatutos y, por tanto, no reconocen su autoridad.

¿No tienen razón los africanos en quejarse de la hipocresía de un tribunal al que sólo se le deja perseguir los crímenes, por horribles que sean, que comenten los dirigentes de las antiguas colonias? Es cierto que una treintena de estados africanos firmaron el acta fundacional del tribunal y están obligados por sus decisiones, pero ¿no deberían los países que se dicen tan preocupados por el respeto de los derechos humanos en el mundo predicar con el ejemplo?

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