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Camino de Faneland

La historia de un país que, abandonado por los campesinos, se convirtió en una selva

En el reino de Faneland -del que da cuenta Álvaro Cunqueiro en artículo publicado en "Faro de Vigo" el 3 de abril de 1963- el rey era siempre un mendigo. Cuando moría, una "secreta embajada de ciegos" se encomendaba en la búsqueda de un sustituto recorriendo toda la Cristiandad. Y un día murió el rey y los ciegos se pusieron en marcha. Un tipo sin escrúpulos, ambicioso del trono, se hizo pasar por mendigo y de esa guisa lo encontró la comitiva que lo estimó idóneo como sucesor. El caso es que tan pronto se vio investido del poder ordenó que todos los súbditos, campesinos y artesanos por mayoría, dejaran sus trabajos en el campo y se fueran a las ciudades a mendigar por las calles. Al cabo de un tiempo el rey amasó una inmensa fortuna con los abusivos impuestos. Y a la par que el dinero enriquecía la corte, la selva avanzaba por todos los lugares del país invadiendo las huertas, los campos y los pastizales, abandonados por rebaños y pastores. Con el tiempo el reino de Faneland se convirtió en una gran selva que llegó a las puertas de la ciudad y la asedió. Espesó tanto que borró todos los caminos "y como una mano dura de nudosos dedos ahogó la torre real, y la propia garganta del rey".

Termina el artículo Cunqueiro contando que en una calle de Vigo se encontró con unos vecinos de Moucín, arrastrando maletas y fardos por la acera. Les preguntó por los verdes pastizales de Noste y le respondieron apenados que "os da Forestal trouxéronos os pinos deica ás portas das casas" y que no habiendo allí ya posibilidad alguna de criar ganado han decidido embarcarse para Uruguay.

Ha pasado más de medio siglo desde el cuento de Cunqueiro y bien parece que la historia de un país que se convirtió en selva no fuera una invención, sino una premonición. Somos ya en muchos lugares la selva enmarañada en la que se convirtió Faneland. Sus embajadores son los jabalíes y los lobos que anuncian que su expansivo reino -derrotadas las aldeas, desterrados los campesinos por el avaro rey del mercado industrial y perdida la memoria del buen hacer en el monte- se asoma a las villas y ciudades reclamando atención. Su enseña no es la flor de Lys, es la flor del tojo.

La selva avanza sobre la ciudad, es cierto, pero a diferencia del relato de Cunqueiro no viene a asediarla, ni a vengarse. Yo creo que viene a pedir ayuda. Me parece que lo que quiere el monte es recuperar sus atributos, sus mejores y variadas galas, su saber hacer. Las fragas primorosas, las dehesas de castaño o encinas con cerdos en montanera al tiempo, los mazos entre pastos calizos, los bosques de ribera en los pequeños valles intramontanos, los hayedos trasmochos, las cuestas de invernada?, en definitiva, sus mil formas de mostrarse, la compañía de los cencerros y la mano del hombre. Quiere volver el monte a ser paisaje, mosaico, alimento y cultura. Quiere volver a servir. Quiere dejar de ser selva impenetrable de pinchos y ser monte atendido y vivido. Viene el monte a preguntarnos qué noticias hay de sus compañeros del alma: ¿Qué fue de aquellos pastores que subían ovejas y cabras ramoneadoras a los pastos entreverados con bosquetes? ¿Qué de los carboneros y los gabarreros? ¿Qué pasó con los campesinos que rozaban para hacer la cama del ganado y fertilizantes para los cultivos? ¿Qué fue del sentido común enraizado en cada lugar como genuino saber hacer? ¿Para qué nos sirve tanta modernidad tecnológica y urbana, tanta burocracia conservacionista y tanta universidad?, pregunta el monte tocando con sus nudillos a la puerta de la ciudad.

El monte nos pide ayuda para vivir engarzado en el campo y dejar de enredarse en una selva huérfana. No quiere vivir bajo la amenaza de los ahora rampantes pirómanos y de los demoledores "grandes incendios", desconocidos en nuestra historia y que son, de unos años para acá, la noticia cotidiana de apertura en los telediarios del verano. La selva avanza hacia la ciudad gritando, pidiendo soluciones para su futuro. Y sabe que estas se encuentran en la actualización de las servidumbres prestadas, y en los sistematizados trasiegos, de los que fueron hasta hace escasas décadas sus mejores aliados: las comunidades de campesinos montañeses que los habilitaron, ahora extintas.

No reclama el monte más dotaciones de bomberos, porque sabe -nosotros, al parecer, no- que el incendio no es la enfermedad, sino el síntoma. Solo quiere recuperar la buena vida. No quiere que desde la ciudad planteemos sus problemas de salud tan solo como una guerra contra el fuego. Es un error que acotemos pastos matorralizados tras un incendio -que más parece un injusto castigo colectivo que un remedio sensato y, de paso, acumulación de combustible para el siguiente-, y peor lo es que se abra la puerta a la recalificación urbanística en la tierra quemada.

Nos pide el monte que entendamos que el fuego es un buen criado, pero un mal señor. Que las quemas homeopáticas de cuatro matos en cuatro matos, que practicaban los pastores de antaño y que fueron prohibidas por los mismos que llenaron los montes de Moucín de pinos y aplaudidas por los conservacionistas, formaban parte del conjunto ordenado de tareas necesarias para un manejo saludable de pastos forestales. Por cierto, las quemas vernáculas, junto con el resto de tareas forestales, las están recuperado en Francia a través de los comités locales del fuego -una especie de sestaferia institucionalizada con participación conjunta de vecinos, usuarios del monte, alcaldes y técnicos en prevención de incendios y conservación de la naturaleza- con los que están demostrando a todo el mundo que algunas soluciones de futuro para el monte están enunciadas en las lógicas locales del pasado.

No sé si le haremos caso a lo que nos está diciendo el monte y, por el contrario, seguiremos enrocados en las mismas políticas de siempre, con las que llevamos años creando más ruido que concierto. No sé si nos atreveremos a pensar de otra manera para innovar en el contexto territorial, integral, ecológico y agropolitano de las nuevas relaciones entre el campo y la ciudad o, por el contrario, nos conformaremos con seguir incrementando la partida presupuestaria de bomberos o aumentando los efectivos de las unidades militares de emergencias. Tal parece que en lugar de preocuparnos por recuperar la salud perdida, nos conformásemos con soportar una enfermedad que damos por crónica cuando no lo es. Por eso resultan tan cansinas, y fracasadas también, las campañas institucionales que centran toda su atención en la "lucha contra el fuego".

En definitiva, vamos camino de Faneland pero no creo que sea más munición para la guerra de los incendios lo que precisan los montes. Es una reedición, una reinvención posindustrial de la paz campesina de antaño, lo que están echando de menos.

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