La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Repasando viejas y nuevas historias con don Gabino

Pinceladas en torno a la personalidad de quien condujo a la Iglesia asturiana en tiempos muy convulsos

El viernes pasado, en vísperas de la solemnísima celebración en la catedral de la efemérides episcopal de nuestro arzobispo emérito don Gabino Díaz Merchán, le visité en su apartamento de la Casa Sacerdotal, para suplir, de algún modo, mi ausencia en la liturgia del sábado, motivada por compromisos pastorales a la misma hora. Me alegro mucho de haberlo hecho y creo que valió la pena. Durante más de una hora, en su sala de estar y en compañía de sus hermanos, repasamos y recordamos experiencias lejanas en el tiempo pero muy cercanas a nuestra recíproca sensibilidad. Recordar, al fin al cabo, no es más que volver a pasar por el corazón de cada uno personas y acontecimientos señeros, que dejaron huella y que al hacerlos cordiales otra vez los convertimos en presentes como si volviéramos a revivirlos. Y lo hicimos con ternura espontánea y recíproca, pero en ningún momento pretendimos que en ese recordatorio amigable se asomara la nostalgia que los dos considerábamos, sin formularlo expresamente, una "virtud pecaminosa", porque sabíamos muy bien que el pasado ya no vuelve nunca jamás al presente histórico.

Confieso que me resulta muy difícil tratar de esbozar un perfil exacto y más o menos acabado de don Gabino, porque no me siento capaz de objetivar una personalidad histórica tan rica como la suya. Y además porque me siento concernido en muchas de las pinceladas que trace sobre él. Las experiencias vividas en común son imposibles de describir sin tomar partido y muchas lo fueron: de manera especial en la compleja época de los años setenta, marcada por el derrumbe del mito franquista y los balbucientes logros del ensayo democrático: un desafío además para la iglesia española y peninsular que vivía de la puesta al día conciliar, del Vaticano II (aggiornamento), que había animado ya don Vicente Tarancón.

Don Gabino puso toda su confianza en un equipo joven de curas nombrados para el Seminario, del que yo era rector, y quiso que creáramos espacios y tiempos de formación para los futuros sacerdotes, en los que la libertad estrenada en la Iglesia con el Vaticano II y vivida socialmente en la nueva coyuntura política, fuera santo y seña de los nuevos aires que corrían. Doy fe de que lo hicimos hasta donde supimos y pudimos. El Seminario, de repente se convirtió en una casa grande y familiar, de la que se podía salir y entrar a cualquier hora, muy permeable a lo que estaba pasando fuera, en la sociedad y en el mundo eclesiástico, y muy sensible a las nuevas corrientes de pensamiento posconciliar gracias a un grupo de profesores, formados, la mayoría, en universidades extranjeras. En ocasiones, especialmente en los primeros años de aquella década, en los que todavía se respiraba el temor a las represiones políticas o de orden público, la casa grande del Práu Picón era además un lugar de acogida y de refugio para líderes políticos y sociales que necesitaban explicar sus compromisos. Se que arriesgábamos mucho, pero lo hacíamos convencidos que era lo que había que hacer: un servicio a la sociedad, y al mismo tiempo, una actitud de fidelidad al Evangelio de Jesús, a quién los apóstoles habían acabado de descubrir como Mesías precisamente por su comportamiento libre y liberador frente al sistema político-religioso del Judaismo oficial. Que recuerde, sólo en una ocasión recibimos una paternal llamada de atención de nuestro arzobispo en un acto sindical de no fácil explicación.

Díaz Merchán impulsó también la formación permanente del clero, apoyándose precisamente en el claustro de profesores del Seminario metropolitano. Se trataba de completar la difusión de la doctrina conciliar -tarea iniciada por V. E. Tarancón-, tratando de renovar la teología de los manuales anteriores al Concilio con el espíritu y los contenidos de las constituciones y decretos conciliares. La tarea comenzó tímidamente en las aulas del propio Seminario, pero se consolidó enseguida, en sesiones de mañana y tarde, en los locales de la Casa Sacerdotal. Era una gozada ver como cada lunes, durante varios años, los curas de todas las edades llegaban de las más remotas partes de la región para asistir a aquellas sesiones. Por una vez, la metáfora evangélica de los odres viejos arruinados con vinos nuevos no se convirtió en realidad. Cuando se finiquitó el franquismo, muchas tardes pasaban por aquellas aulas improvisadas los políticos más cualificados del momento: desde Gómez Llorente con su conocido proyecto de escuela pública frente a la escuela libre de la iglesia y las formaciones conservadoras, hasta Inguanzo, el venerable militante comunista asturiano. Los representantes de la derecha tuvieron también su oportunidad, aunque, a decir verdad, el ruido mediático de aquellos años nos tildaba de "un poco rojos". Don Gabino pretendía que los curas se familiarizaran con aquellos nuevos referentes de la transición democrática, les oyeran sin recelo, y, con idéntica libertad, les expresaran sus propias convicciones y temores.

El arzobispo de Oviedo, formado en manuales tradicionales de Derecho público-eclesiástico, publicados por los profesores de Comillas, donde se formulaba sin ambages que la Iglesia y el Estado, realidades perfectamente ensamblados y apoyándose recíprocamente, constituían el modelo de sociedad perfecta, vivió por propia experiencia las secuelas negativas de estos planteamientos, por lo demás, liquidados claramente en muchas páginas del Concilio, y tenía muy claras las relaciones que debían mediar entre una iglesia libre y un estado no confesional, sirviendo ambas instituciones a una misma sociedad. Y supo mantenerse en esa línea siempre, como arzobispo de Oviedo y como presidente de la conferencia episcopal española, contribuyendo ejemplarmente al reajusto político de aquella dura transición.

Recuerdo perfectamente con qué temor y temblor vivió el ominoso episodio del 23-F. Por lo demás ese posicionamiento político le serviría también para comprometerse, en los años de crisis socio-económica, con los más necesitados y con lo sectores sociales explotados y deprimidos, denunciando siempre los abusos con voz clara, apoyando a los curas que hacían lo mismo con esos sectores y defendiendo contra viento y marea, muy fuerte por cierto, que un grupo de trabajadores se encaramaran en la torre e la catedral, precisamente por estas fiestas de San Mateo, para defender sus derechos laborales. Para mucha gente, aquella estampa pintoresca y llena de colorido de la catedral se convirtió en un símbolo de la actitud político-social de nuestro prelado.

En el campo específicamente pastoral, yo siempre recordaré su compromiso con la conocida Asamblea Sacerdotal del 1978, mandando a Roma tesis poco recomendables para las jerarquías romanas, porque eran las que habían salido democráticamente de dicha reunión aprobadas por una gran parte del clero, quizás con demasiada ingenuidad posconciliar y, ciertamente, con demasiado optimismo. La creación de las UPDS -unidades parroquiales de acción pastoral- para atender mejor las parroquias pequeñas ante la escasez alarmante de clero; la constitución de los diferentes Consejos, para ajustar las estructuras diocesanas al renovado derecho canónico y un largo etcetera, fueron otras tantas actuaciones que jalonan aquella época fecunda de un obispo que trataba a todo el mundo, laicos y clérigos, como un padre y amigo cercano, si procedían con buena voluntad.

Personalmente, si tuviera que definir a don Gabino con un solo adjetivo, me atrevería decir de él que fue y es un hombre evangélico. Por eso, cuando el viernes le regalaba mi último libro sobre la Monarquía Asturiana, me atreví a ponerle el título de "mi arzobispo" en el marbete de la dedicatoria y copiarle a continuación un poema de Pera Casaldáliga que define perfectamente su fisonomía personal, religiosa y pastoral: "Yo pecador y obispo me confieso,/ de haber llegado a Roma con un bordón agreste;/de sorprender el Viento entre las columnatas/ y de ensayar la quena a las barbas del órgano;/ de haber llegado a Asís, cercado de amapolas./ Yo pecador y obispo me confieso, / de soñar con la Iglesia/ vestida solamente de Evangelio y sandalias,/ de creer en la Iglesia,/ a pesar de la Iglesia, algunas veces;/ de creer en el Reino, en todo caso/ -caminando en Iglesia-/. Yo pecador y obispo, me confieso/ de abrir cada mañana el Tiempo;/ de hablar como un hermano a otro hermano;/ de no perder el sueño, ni el canto, ni la risa./ De cultivar la flor dela Esperanza/ entre las llagas del Resucitado".

Compartir el artículo

stats