La profesora Dolores Mateos Dorado llegó a Oviedo hace cincuenta años -o sea, mil- como discípula directa de un dios, el historiador Miguel Artola y amiga íntima de una diosa, la actriz Charo López. Y se convirtió en reina de la ciudad. A las pruebas me remito: todo el mundo la conocía por su nombre, por Lola, sin falta de apellidos. Esa antonomasia poquísimas personas logran alcanzarla.
Y regresó a Salamanca, ya jubilada, porque aquel Oviedo nada tiene que ver con el actual. Sigo con las pruebas: ayer me crucé con un conspicuo, en el entorno del homenaje al cabo Noval, y sencillamente se descojonaba de risa. En una ciudad así apenas merece la pena vivir.
Lola llegó a la facultad de Filosofía y Letras de Bueno, Alarcos, Ruano, Caso, Cachero, Clavería, Galmés... esa casa no existe y evidentemente el recambio no le llega ni a la suela de los zapatos.
-"¡Camarero!"
-"¡Señorita!".
Con Manolín Paíno, charro como ella, escenificaba en Casa Manolo desternillantes escenas de costumbres, delante de la chimenea y en un clima inteligente que jamás volverá.
Durante un tiempo vivió encima de la librería "La Palma". Imposible mejor sitio, decía: frente a la Universidad de Valdés, a un paso de la plaza de Porlier, junto a la calle Altamirano y pegada a los jardines del palacio de Toreno. Faltaba Campillo, que tan bien conocía.
Cinéfila hasta la locura, cantaba "El tatuaje" con mucha más gracia que voz. Ya saben "era hermoso y rubio como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón, en su voz amarga, había la tristeza doliente y cansada del bandoneón".
Muerta está: carbayona incluso a su pesar.