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España y Cataluña en la historia europea

Vivimos un momento muy interesante. En líneas generales, lo que ocurre en estos días en España es una secuela del proceso vinculado a una época emblemática en la historia de Europa, el año 1848, en que tuvo lugar la así llamada por los historiadores "primavera de las naciones".

Nuestra vieja Europa tiene muchas raíces y no todas igual de evidentes. Su último tutor fue el Imperio Romano, aliado con la Iglesia Católica; ambos eran poderes absolutos y antidemocráticos. Europa se revolvió contra ellos en dos etapas: la primera lleva el nombre de Renacimiento y la segunda es conocida como la Ilustración.

El siglo XVIII representó un importante paso delante de la cultura europea en relación al Renacimiento, algo que continuó en el XIX, enfrentando a la cultura religiosa, antes de carácter dominante, y a los imperios, estructuras políticas inspiradas en el poder procedente de Dios, al que la Ilustración le reclamó racionalidad y justicia.

La idea de la justicia política recorrió como una chispa la Europa culta de mano de la corriente literaria denominada Romanticismo. Las naciones oprimidas por los imperios se levantaban en armas por doquier contra los imperios opresores. Lord Byron, intelectual y poeta emblemático del Romanticismo, luchó voluntario en Grecia contra el Imperio Otomano y vio a aquella nación recuperar su soberanía hacia 1830, después de casi ocho siglos de esclavitud romana seguida por la turca.

Los patriotas de muchas naciones europeas empezaron a rezar para que Dios permitiera una gran guerra entre imperios y que tal guerra acabara con ellos. Esta guerra llegó en 1914 y terminó con los tratados de paz inspirados en los principios éticos formulados por el Presidente estadounidense, Woodrow Wilson, en 14 puntos y seguidos por la creación de varios estados europeos entre 1918 y 1922. Todos se hallaban libres de las cadenas imperialistas, salvo -siempre hay excepciones- España. Es que los nuevos estados europeos emergentes que surgían de la Paz de Versalles eran repúblicas secularizadas o en vías de secularización; todos, excepto la singularidad española: España seguía siendo un reino y el soberano -y hasta un dictador- pretendían serlo "por la gracia de Dios". Por lo tanto siguió creyéndose en España que el poder venía de Dios y no necesitaba ninguna justificación ajena a sí mismo.

Sin embargo, las sociedades avanzan con un paso suficientemente firme y racional y he aquí que el 9 de noviembre de 2015 el parlamento catalán proclamó a Cataluña independiente y republicana. La respuesta del Gobierno español fue un claro no. El presidente del Gobierno español, en su discurso institucional, trituró jurídicamente la proclamación catalana y puso en marcha todos los mecanismos legales pertinentes para dejar esa proclamación vacía de contenido, amenazando, además, a las posibles futuras disidencias hasta con condenas de 30 años de cárcel. Ni una alusión a la justicia, ni una a los derechos de la nación catalana de no ser gobernada por la nación española. La España oficial identifica la nación con el Estado y el Estado con la nación, de modo que para la España institucional todos los ciudadanos del Estado español son españoles. Ni una palabra sobre la igualdad, ni una alusión a la justicia. Sólo opera la legalidad, sólo obliga la obediencia a las leyes del Imperio. Y, encima, con la obsesiva repetición de que "quien se sale de la Constitución, se sale de la democracia" -un contrasentido y una prueba de la incultura política y filosófica más que manifiesta de quien identifica el concepto filosófico o sociológico de democracia con un articulado de una ley que por suprema que sea es obra de un legislador y puede ser acordada, votada, impuesta o violada-. Es posible salirse de la Constitución sin dejar de ser un demócrata o, quizás, a causa de serlo, como se lo creen sin duda los secesionistas catalanes.

En resumidas cuentas, España se saltó la "primavera de las naciones", no la vivió ni dirigió los problemas de sus nacionalidades a lo largo del siglo XIX y ahora sufre las consecuencias fuera de aquel ámbito, que podríamos considerar natural, ya que fue entonces cuando se consolidó el mosaico de naciones que forman y que estructuran la demografía europea.

Hoy Europa trata de conseguir la unidad económica -algo fácil de lograr- y la unidad de acción política -algo mucho más difícil- sin traumas ni degradaciones personales ni colectivas de ninguna especie, y lo está logrando. Esta conclusión es a lo que un analista puede llegar; no le es lícito ni razonable jugar a ser profeta.

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