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El concierto

La necesidad de elegir hacer lo mejor de lo que somos capaces

Europa es concierto. Ingresamos en la media penumbra destemplada del auditorio y nos dejamos guiar por un acomodador diligente hacia nuestra solitaria butaca. La entrada de espectadores, que van y vienen, se convierte en un imprevisto y placentero entretenimiento. El aliño indumentario del público mezcla la discreta etiqueta con la elegante sensualidad o la vanidad más estruendosa. Las butacas se van llenando de oyentes y un creciente murmullo, acompañado de miradas de disimulo, da pábulo a los mezquinos resentimientos y las ruines envidias que anidan siempre en el corazón de los hombres y alimentan la rencorosa maledicencia, al mismo tiempo que las admiraciones y los respetos entrelazan los afectos que construyen la confianza y la concordia, arraigadas en la grandeza de espíritu y en el deseo de emular lo mejor.

Las sillas y los atriles aguardan a los músicos sobre el escenario en estudiada formación y tenues luces incompletas se reflejan en los metales y barnices de algunos instrumentos, que reposan dormidos esperando las manos que los resuciten. El murmullo crece y el ambiente se caldea, algún intérprete dubitativo se adentra en el escenario para verificar tal o cual detalle de su partitura, la posición de su atril... Gestos automáticos y callados, que evocan la ansiedad del artista, el deseo de agradar y la preocupación por no estar a la altura.

Súbitamente se hace la luz y cesan el cotilleo y la jactancia. La orquesta accede en procesión al escenario y cada maestro ocupa su lugar. Un silencio expectante, roto también en aplauso de bienvenida, recibe al director, que saluda, se sube a la tarima y reclama la atención de la orquesta, atenta ya sólo a su batuta. La música empieza a sonar, la melodía lo inunda todo parsimoniosamente, conmueve y eleva al éxtasis a las almas congregadas, colmando la sala de una calidez espiritual completa. ¿Cómo no sentirse orgulloso de una civilización capaz de tanta armonía, tanta belleza, tanta libertad para la creación y la vida? ¿Cómo no adherirse a un humanismo universal que todo lo explica, sin impugnar nada? ¿Cómo no sentirse complacido y esperanzado con la música de Bach?

El espectador, acunado por la eufonía, deja divagar su pensamiento. ¿De dónde procede tanta belleza? ¿Del temperamento, la calidad intelectual o la inspiración genial del compositor? ¿Del asunto que la música desarrolla, la encarnación de Dios, nacido hombre para hacerse reconocible y ofrecernos un sentido? ¿O todo lo anterior es accesorio y la causa de tanta emoción es la exquisita interpretación de la obra que el director está construyendo con la orquesta? ¿O no será, en fin, el virtuosismo de los músicos, fruto de tantas horas de entusiasta y sacrificado ensayo?

No, es el conjunto, un motivo trascendente, una partitura inspirada, una dirección inteligente y una interpretación brillante, una escenografía clásica y por eso nunca antigua, un bienestar en el oyente que acentúa su sensibilidad. La belleza es también, quizá sobre todo, la majestuosidad de los virtuosos voluntariamente sometida a una disciplina colectiva que les trasciende y les proyecta como conjunto hacia algo diferente, mejor de lo que son de uno en uno. Cada uno en su momento, escuchando a los demás, para no equivocarse en la entrada. Callando cuando les toca para que brillen los otros. La clave es que todos a una, como en Fuenteovejuna, alcanzan un éxtasis estético y sonoro que nos embarga.

También así, como un equipo, recogen los atronadores aplausos finales, encaran los bises que apuntalan la velada, saludan por turnos o todos juntos, coordinados también para esta cortesía por las indicaciones del director.

Los espectadores comienzan a abandonar la sala parsimoniosamente, comentando las sensaciones vividas y haciendo sus personales críticas de urgencia, mientras se arrebujan en sus abrigos, compensando con la cálida certeza de la civilidad el frío ambiente de la noche europea. Pero el don del arte es el fruto de una pasión trabajosa y constante, de un compromiso responsable, no es un don gratuito.

Arthur Koestler, que lo vivió todo, lo cuenta así en sus "Memorias": "... Decíamos 'democracia', solemnemente, como rezando, y poco después la nación más grande de Europa votó, mediante métodos perfectamente democráticos, la entrega del poder a sus propios asesinos. Venerábamos la voluntad de las masas y su voluntad resultó ser la muerte y la propia destrucción. Considerábamos que el capitalismo era un sistema anticuado y estábamos dispuestos a cambiarlo por una forma totalmente nueva de esclavitud. Predicábamos la amplitud de miras y la tolerancia, y el mal que toleramos desmoralizó nuestra civilización. El progreso social por el cual luchábamos se convirtió en un progreso hacia el campo de concentración, nuestro liberalismo nos hizo cómplices de los tiranos y los opresores, nuestro amor a la paz invitaba a la agresión y conducía a la guerra... En la Rue Pasquier creíamos que se trataba simplemente de una crisis financiera más, no advertimos que era el comienzo de la crisis de la humanidad..."

Esperamos mucho de los justos. Los que no murmuran, ni son jactanciosos, ni conocen la envidia. Los que escuchan para aprender y miran por encima del horizonte. Los que se llaman solidarios para no decir caritativos, por si hiere, porque están en los matices y su irrelevancia. Los que ganan su pan de cada día con el sudor de su frente, pagan al César lo que es del César y aún reparten. Los que sabrán decir que no, una vez más, al odio y la barbarie. Los que ponen sus potencias individuales, perfeccionadas en interminables horas de sacrificado ensayo, al servicio de la obra común. Esperamos que nos liberen y nos justifiquen.

Quizá no hayamos recuperado todavía, a pesar de lo evidente y lo vivido, la exacta conciencia de nuestra responsabilidad, la que nos dice que nosotros podemos ser siempre los justos o las víctimas, basta con elegir hacer lo mejor de lo que somos capaces o dejarnos llevar por los falsos profetas. Esta vez vamos a decir que no, vamos a ponérselo difícil a Efialtes. ¿Verdad que sí?

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