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Pedro Sánchez y nuestros demonios familiares

Hace apenas unos días, Pedro Sánchez desató las iras de buena parte del "cuadro de actores" de la política española cuando en un conocido programa de televisión señaló dos asuntos a abordar, como prioritarios, si es que se produce -vía Congreso o primarias- su "rentrée" a la vida política nacional: la necesidad de definir, desde el PSOE, un nuevo modelo de relación con Podemos y la búsqueda de la convivencia entre Cataluña y España a partir del reconocimiento de aquella como "nación".

Me sorprenden y desazonan reacciones tan airadas -excluyo las salidas de tono ahítas de ideología guerra civilista, protagonizadas por conocidos tertulianos, opinadores o "periodistas", cuyos afanes y argumentos por defender el "statu quo" vigente, con buena intención o sin ella, los convierte en el mayor peligro para el mismo- como las que he percibido entre personas habitualmente razonables, formadas y equilibradas en su proceder ante postulados como los señalados por el ex secretario general del PSOE, por otra parte tan necesarios y razonables. Otra cosa es que ambos temas constituyan aquí y ahora material incendiario, como consecuencia de que buena parte de los creadores de opinión en España, a fuerza de una intensa y sostenida labor de demonización de Podemos y de Cataluña, los hayan estigmatizado.

No voy a profundizar en la necesidad imperiosa de que la izquierda tradicional española (básicamente el PSOE) se reinvente, tanto en términos ideológicos y programáticos, desde el reconocimiento de sus enormes errores -que explican la deserción paulatina de su electorado-, como innovando en relación con el modo de entenderse con el entorno ideológico de la izquierda (incluido Podemos). Baste a estos efectos constatar que no se puede entender que la competencia descarnada por la hegemonía en el espectro electoral de la izquierda convierta sistemáticamente a la opción conservadora en ganadora.

Más preocupante -por afectar a la esencia de nuestro modelo político- resulta el reproche cosechado frente al reconocimiento de Cataluña como "nación", protagonizado por supuestos líderes de la izquierda, probablemente más avezados en intrigas intestinas, que en el ejercicio de una más que conveniente labor didáctica salutífera ante la población, para hacer entender de una vez por todas que la nación en el sentido modernista o historicista apela a una realidad distinta a la del Estado, de tal suerte que un Estado puede albergar en su seno variadas naciones o "nacionalidades". Al fin, el Estado es una estructura político-administrativa que controla un territorio a partir del establecimiento de unas normas, dotado de un aparto coercitivo que vela por su cumplimiento; en cambio, la nación es un ente menos aprehensible, caracterizado por un conjunto de ciudadanos que se agrupan en torno a un sistema de creencias (idioma, cultura, religión, etc.) cohesionados emocionalmente. Así entendido, y solo así -estoy seguro de que el señor Sánchez se situaba en esta clave-, el más grave problema estructural que padecemos, cual es el de la articulación político-administrativa de Cataluña en España, puede comenzar a resolverse. Resulta imprescindible, para ello, que la izquierda española comience a pergeñar un modelo que supere el Estado de las Autonomías de la Constitución del 78 -válido y muy satisfactorio durante décadas, pero rebasado en algunos aspectos- para transitar hacia soluciones que, preservando los aspectos positivos de la descentralización, procuren encajes a realidades "nacionales" singulares, sin merma de los principios de solidaridad interterritorial que, en cualquier caso, deben preservarse.

Sin embargo, nadie ignora que este tránsito, que implicará la correspondiente reforma constitucional, se debe acometer desde voluntades mayoritarias, y a este respecto el concurso de la derecha española resulta imprescindible. Y aquí topamos con una peculiaridad hispana, hasta ahora insalvable, y es que la derecha española, imbuida de un intenso nacionalismo español heredero del franquismo -simbología incluida-, no se ha movido un ápice hacia posiciones más flexibles, que permitan soluciones de encaje constitucional como las que se preconizan. Frente a un nacionalismo español excluyente, se erigen nacionalismos periféricos que, como el catalán, interesan a algunas elites locales -políticas, culturales y empresariales- con un potencial emotivo de tal intensidad que arruinan cualquier posibilidad de entendimiento.

En cualquier caso, la incorporación al secarral político patrio de este asunto a debate por parte del Sr. Sánchez no puede acarrear epítetos y descalificaciones como los que ha cosechado -"traidor", "sospechoso", "incoherente", "ridículo"-; antes al contrario, debe entenderse como una contribución a un debate siempre oportuno e imprescindible, por mucho que incomode e importune, por la enorme sensibilidad social al respecto.

Este "ajusticiamiento" público del Sr. Sánchez evoca a la España de Galdós, en la que la discrepancia, las animadversiones y las supuestas "traiciones" entre las diferentes facciones políticas del momento se saldaban, sin mayores consideraciones, con el "ajusticiamiento público" en el madrileño Mercado de la Cebada. Han transcurrido doscientos años y tal parece que el modelo para resolver nuestras discrepancias "domésticas" no difiere mucho del de entonces.

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